Por E. J. Támara
Deisy Caro acaba de sacar un permiso de trabajo y cursa estudios universitarios gracias a programas federales de alivio migratorio. Pero sus padres siguen viviendo en las sombras, trabajando por poco dinero y cuidándose de no cometer infracciones que puedan atraer a la policía por temor a ser deportados.
“Ha sido algo agridulce”, dice emocionada la mexicana de 31 años al hablar del giro positivo que dio su vida al acogerse en el 2013 a un programa de suspensión de las deportaciones de los “dreamers”, como se denomina a las personas que fueron traídas al país ilegalmente cuando eran menores.
Caro sacó su licencia de manejar, dejó de trabajar cuidando niños en Delhi, en el norte de California, y está realizando uno de sus más grandes sueños: ir a la universidad.
“Mis padres están muy contentos, tengo mucha suerte de tener padres maravillosos”, expresó la muchacha, que llegó a Estados Unidos a los cinco años. “Pero (ellos) siguen manejando sin licencia, tratando de hacer las cosas bien” para no ser pillados viviendo en el país ilegalmente, agregó entre sollozos.
Para muchos de los 5 millones de inmigrantes como Caro que pueden acogerse a los alivios migratorios del presidente Barack Obama, esos programas son una solución parcial a sus problemas, pues los benefician a ellos pero no a sus familiares. Y en una comunidad en la que los lazos familiares son un valor fundamental, su felicidad no será plena mientras sus parientes cercanos no resuelvan también su situación migratoria.
El hecho de que algunos miembros de una familia puedan resolver su status y otros no es a menudo desgarrador. Los beneficiados de estos programas sienten una mezcla de felicidad y culpa, mientras que a los que siguen en condición irregular les cuesta aceptar que no han tenido la misma suerte.
Armando Ibáñez confiesa sentirse “frustrado” y “estancado” porque no ha podido arreglar su situación, mientras que su hermano menor Oswaldo Salmerón sí pudo hacerlo.
“Me siento confundido porque no sé por qué solo incluyeron a cierto tipo de gente y no a todos en las acciones ejecutivas”, dijo Ibáñez, mexicano al igual que su hermano. “Me siento mal. He estado en las calles, marchando, manifestando y peleando por la vida y el futuro. Lo he estado haciendo por dos años”.
Sin embargo, cuando Obama anunció la ampliación del programa de alivio migratorio para los “dreamers” y el lanzamiento de otro plan que cobija a los padres de hijos ciudadanos o residentes, “quedé fuera, (y) mi mamá quedó fuera”, añadió Ibáñez, quien no puede acogerse a la suspensión de deportaciones porque entró al país a los 18 años, dos años después de la edad límite establecida bajo el plan inicial.
Ibáñez también vive muy apegado a su familia. Comparte un a casa de dos cuartos en la ciudad de Paramount con Salmerón, su mamá y una hermana de 16 años, Citlali Salmerón.
“Siento como como que debo de tratar de dar lo mejor de mí para que todo esto no sea en vano, porque tengo más oportunidades que mi hermano. Voy a hacer esto por él y por mi familia”, dijo Salmerón a The Associated Press. “Ya que tengo esta oportunidad, la voy a aprovechar al máximo”.
Las historias de Caro y Salmerón ilustran los sentimientos encontrados de muchas familias en las que algunos miembros son beneficiarios del plan del presidente Obama y otros no lo son ni lo serán.
De acuerdo con un estudio del Pew Research Center realizado en el 2011, 16,6 millones de personas viven en familias con miembros con estatus legal y otros sin autorización, incluyendo a los 11 millones que viven en el país sin visa.
Caro estudia terapia de lenguaje en la Universidad Estatal de California, en Sacramento, desde el año pasado. Regresó a un salón de clases 12 años después de terminar la secundaria. Durante este período, optó por trabajar para ayudar a su padre, ordeñador de vacas que era el único sostén de la familia.
Debido a que no tenía permiso de residencia, solo pudo realizar trabajos de baja remuneración, como limpieza de casas, cuidado de niños, empleada en una tienda de video y cajera de pizzería y gasolinera.
La joven incluso ayudó a costear los estudios de su hermana menor, Greisy Mendoza, de 29 años, quien se graduó de historia y ahora está tratando de arreglar su situación migratoria a través de su esposo, que es ciudadano.
“Cuando supe que los jóvenes iban a poder estudiar, fui una de las mamás más felices”, dijo María Caro, quien nunca trabajó por cuidar a sus mellizos, de 27 años, que son discapacitados y no pueden valerse por sí mismos. “Deisy fue un apoyo muy grande en nuestra vida. Es una hija y hermana ejemplar. Le digo que se merece todo”.
Deisy Caro vive hoy a unas horas de auto de sus padres. Los visita cada vez que puede y dice que cuando complete sus estudios regresará a su comunidad para ayudar a personas de bajos recursos con problemas de pronunciación, como sus hermanos.
Ibáñez, por su parte, afirma que los únicos trabajos que ha podido conseguir desde que llegó en el 2000 han sido de mesero y de anfitrión de restaurante. Su madre, Veda De La Cruz, va a cumplir nueve años limpiando de noche el baño y piso de una tienda de abarrotes.
“No puedo buscar trabajo en el restaurante que quisiera. Ni siquiera puedo renunciar porque es muy difícil encontrar un trabajo, nunca sabes si van a aceptar documentos falsos”, señaló Ibáñez, quien pese a su estatus migratorio ha comenzado a ir la universidad porque quiere ser director de cine.
“Estoy contento de que mi hermano no va a pasar por lo que yo he pasado, de que venga un administrador y te diga que hay problemas con tu número de Seguridad Social y te dé 72 horas para corregir la situación”, manifestó. “A mí me ha pasado esto dos veces y tuve que dejar los trabajos”.
La posibilidad de la deportación y separación familiar es una amenaza constante que crea ansiedad y en muchos casos depresión en toda la familia, de acuerdo con la psiquiatra Lisa Fortuna, quien tiene más de 16 años de experiencia tratando a inmigrantes.
“Es como si las puertas se cerraran pese a tus sueños y a tu lucha por triunfar en este país”, puntualizó la experta.
Aparte, hay factores agravantes como la brecha generacional y la diferencia cultural que se crea entre padres e hijos, así como la falta de comunicación.
Mientras algunos chicos con permiso de trabajo sobrellevan estos desafíos de manera madura y ejemplar, otros muestran su descontento e incomprensión portándose mal y desafiando a la autoridad, explicó Fortuna.
Los padres, entre tanto, tienen sus propios problemas, como discriminación y miedo a salir de casa, y no quieren compartir sus temores con los menores para no preocuparlos más.
“Existe mucha presión para guardar silencio dentro y, ciertamente, fuera de la familia. O sea, de todos modos sigues en las sombras, no importa quién seas. Aun teniendo papeles, estás en las sombras porque sientes que no puedes hablar abiertamente sobre lo que está ocurriendo y tienes que quedarte callado y sufres al callar”, agregó.
La única forma de resolver los dramas que viven las familias de estatus mixto es una reforma migratoria que regularice la situación de todos sus miembros, según Angélica Salas, directora ejecutiva de la Coalición por los Derechos Humanos de los Inmigrantes en Los Angeles.
“Las órdenes ejecutivas son premios consuelo”, afirmó Salas. “Esto es solo el comienzo. Tenemos que pasar la reforma migratoria”.
Fuente: AP