Por Pedro Miguel
El 7 de mayo de 2007, poco antes de las 10 de la mañana, empezó un combate por la casa marcada con el número 147 en la calle Melchor de Talamantes, Apatzingán, Michoacán. Fuerzas militares a bordo de vehículos artillados Humvee bombardearon ese domicilio, en el que se habían parapetado seis o siete individuos fuertemente armados. Como se negaban a entregarse, los mandos a cargo del operativo ordenaron un ataque con piezas Mk-19, armas que disparan en ráfaga proyectiles explosivos o incendiarios de alto calibre. En pocos minutos la casa se vio envuelta en un incendio y luego quedó reducida a ruinas humeantes con cuatro cadáveres reventados en el interior –el de una mujer, entre ellos– y dos o tres que quedaron vivos y que fueron detenidos. Las fotos de prensa mostraban una columna de humo que de seguro pudo verse desde cualquier punto de la localidad.
Eran apenas los tiempos iniciales de la guerra contra el narcotráfico y la delincuencia organizada que Felipe Calderón desató al nomás sentarse en la silla presidencial como una huída hacia adelante ante su falta de legitimidad y en acatamiento a las directrices que le impuso la administración de George W. Bush a cambio de la asistencia que le había prestado unos meses antes para instalarlo en una presidencia robada. Desde luego, los hechos de mayo de 2007 en Apatzingán no fueron, con mucho, la primera exhibición de la desmesura con que el poder político ha usado a las fuerzas armadas en el país, pero la brutalidad fue característica de lo que habría de venir después: el aparato castrense utilizado en lugar de los procedimientos policiales regulares se tradujo en desapariciones, tortura, ejecuciones extrajudiciales y un estado de terror en las extensas regiones en las que fue desplegado. Fue una estrategia estúpida e inútil, en el mejor de los casos, porque unos pocos años después el gobierno federaldescubrió que Apatzingán –y medio Michoacán, de paso– se encontraba en poder de la delincuencia organizada, a pesar de los excesos, los abusos y los atropellos cometidos por una tropa puesta en tareas que no le correspondían.
En el tránsito del calderonato al peñato cambiaron los estilos y el priísmo restaurado decidió complementar la brutalidad de las Mk-19 con el afable amiguismo mirreinal de Alfredo Castillo, quien tuvo a su cargo la destrucción –con armas de alto poder combinadas con el arma aún más formidable de la intriga– de las autodefensas que se habían formado ante la inutilidad extrema de las estrategias oficiales contra el narcotráfico. Pero ni las trampas judiciales tendidas a los principales dirigentes de esos grupos armados ni los métodos violentos ni los ensayos de corrupción han logrado apaciguar a la entidad. Cuando ya el actual director de la Conade había dado a Michoacán por pacificado, en enero de este año, tuvo lugar en Apatzingán una enésima matanza, esta vez a cargo de la Policía Federal, que fue denunciada en su momento por los familiares de las víctimas, pero cuyas pruebas videográficas salieron a la luz la semana pasada. En la atrocidad, ocurrida alrededor del palacio municipal, los uniformados asesinaron a civiles desarmados. Dejaron que algunos de ellos, heridos, se desangraran. Y luego, el mirrey Castillo salió a decir que se había tratado de un enfrentamiento.
El gobierno recurre, pues, a las ejecuciones extrajudiciales, y lo niega. Recurre a la tortura generalizada, y lo niega hasta el punto de descalificar y maltratar a un alto funcionario de la ONU que no tiene más culpa de haber hecho bien su trabajo. Recurre a la desaparición forzada, y lo niega.
Y sin embargo algunos siguen empeñados en pintar un panorama político nacional ajeno a estos hechos, como si viviéramos en una normalidad democrática suiza, como si México no estuviera padeciendo a un gobierno criminal, y no ven, por ello, la urgencia de acabar con el régimen por todos los medios pacíficos disponibles.
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Fuente: La Jornada