Por Víctor M. Quintana S.
Las voces e imágenes se difundieron profusamente por las redes sociales: personas preocupadas grabaron videos mostrando la extensión e intensidad de los incendios forestales en la Sierra Tarahumara. Se hizo conciencia. Luego, empezó a llover. Pero el incipiente temporal no debe desviar la atención del problema estructural de la devastación del ambiente en esta zona, pulmón de los desiertos chihuahuense y sonorense y hábitat de varios pueblos originarios, sobre todo los rarámuris.
Es una falacia pensar que en esta región del planeta las sequías son cíclicas y que poco se puede hacer ante ello. Porque éstas se han hecho más recurrentes, con más severos impactos. El cambio climático y la elevación de la temperatura del globo impactan particularmente a estas latitudes, al norte y sur del planeta: los inviernos más cálidos impiden la extinción de plagas que diezman los bosques y se multiplican y tornan más voraces los incendios forestales. Pero todo esto tiene una raíz antropogénica: es causado o, cuando menos detonado y agravado por factores ligados a la acción del hombre sobre el medio.
En la Sierra Tarahumara se conjugan factores aún más específicos: el más importante de ellos es la deforestación rampante de los bosques secos de esta región. Una devastación ya muy añeja que se ha venido agravando los últimos años por la acción combinada de la industria maderera, de las minas a cielo abierto, de la construcción de gasoductos y, ahora, por la inmisericorde tala clandestina que llevan a cabo las organizaciones criminales. Todo esto está tomando las dimensiones de un ecocidio en una región montañosa, seca y rocosa, donde la capa orgánica del suelo es extremadamente delgada, al grado de que alguien dice que la Tarahumara es “un desierto con pinos”.
Hasta ahora no hay ningún programa público o privado que detenga la devastación y promueva un buen manejo del bosque para lograr su recuperación total. Los que ha habido no han tomado en cuenta las condiciones agroecológicas específicas y mucho menos a las comunidades indígenas. El antropólogo Horacio Almanza Alcalde señala que, a diferencia de lo que ocurre en estados como Oaxaca, Michoacán y Yucatán, en Chihuahua los pueblos originarios son relegados de toda acción de conservación, protección o cultivo del bosque. Nunca se les considera como los dueños ancestrales de estos territorios y, peor aún, en muchas ocasiones, los “propietarios” mestizos intentan desalojarlos de ellos. Compañías mineras vienen y van, empresas forestales y turísticas vienen y van, sólo los rarámuri y sus hermanos de otros pueblos siguen ahí, como fantasmas, sin que sean considerados y hechos valer sus derechos al territorio, al desarrollo como ellos lo conciben, a su cultura.
Adicionalmente, las tres últimas administraciones federales han operado significativas reducciones a los programas de manejo de bosques, de conservación de suelos, de siembra y cosecha de agua. Y, a diferencia de otras cuencas, los prósperos agricultores del Yaqui, Mayo y Conchos no pagan un centavo por servicios ambientales a la región donde nace el agua con que riegan.
Algunas comunidades, con ayuda de organizaciones civiles, han emprendido programas de conservación del suelo, de retención del agua y de protección del bosque, pero a escala muy reducida y con apoyos insuficientes. El programa Sembrando Vida, aunque ambicioso en el hectareaje que pretende cubrir, no acaba de adaptarse a las condiciones agroecológicas de la región ni a los usos y costumbres de las comunidades indígenas.
Pero lo que ya es desesperante y suscita la indignación de fuera y dentro de la Tarahumara es la pasividad o ineficacia de las autoridades para poner un alto a la tala clandestina. Ni la policía estatal ni la Guardia Nacional ni el Ejército, ni ninguna fiscalía han podido –ni querido– detener la devastación. Los aterrorizados habitantes de la sierra ven cómo les roban, les queman, les acaban sus bosques, pero no se animan a denunciar por temor a las represalias de los criminales. La filosofía de la vida de los rarámuris, su carácter pacifista, la fuerza desproporcionada de las armas de los criminales les impide siquiera organizarse en grupos de autodefensa, como en Michoacán. Por eso, por el miedo y la inacción del gobierno, siempre tienen que optar por la salida silenciosa, por abandonar su tierra. Esto es lo que al ecocidio en curso en la Tarahumara le da ribetes de etnocidio: porque al matar la naturaleza, al matar el hábitat de las comunidades y de las personas, se mata a dichas comunidades, se sepultan formas de vida, de cultura, de convivencia.
Los zapatistas han señalado que la hegemonía y la homogenización impuestas por el capital en los territorios de los pueblos originarios han sembrado muerte y destrucción. Incluso los propios gobiernos, con buenas intenciones, pero con la misma lógica, desde arriba, hegemónica y homogenizante, no pueden preservar la vida y las comunidades. El ecocidio y el etnocidio sólo podrán detenerse desde abajo, desde la diferencia, desde la participación igualitaria.
Pero antes de eso, es indispensable que, las hasta ahora pasivas e ineficaces autoridades, dejen de lado el laissez faire en favor de las compañías mineras, turísticas, forestales y las organizaciones criminales. Pero ya.