Por Pedro Miguel
En la Estrategia Nacional de Paz y Seguridad vigente está considerado un cambio de paradigma en materia de políticas públicas que incluya la regulación de la mariguana y de todas las drogas actualmente prohibidas, así como la sustitución de leyes y medidas punitivas por programas de prevención, atención y superación de las adicciones.
La regulación de la posesión y consumo de mariguana para uso recreativo es un paso adelante en materia de libertades y un logro para consumidores, quienes dejarán de ser criminalizados. La regulación de la siembra para autoconsumo, por otra parte, contribuye en alguna medida a debilitar la producción y el comercio ilegal de cannabis. Sin embargo, la normativa en discusión en el Senado plantea enormes dificultades para su aplicación desde una perspectiva policial y su ambigüedad abre un amplio margen a la discrecionalidad, la arbitrariedad y los abusos.
En el proceso legislativo se eludió el más básico de los aspectos del consumo de cannabis, que no es policial ni de salud, sino de ética social: la potestad del Estado para determinar qué sustancias pueden ser consumidas por los ciudadanos y cuáles no. A falta de argumentos racionales que justifiquen tal facultad, se dice que el propósito de la prohibición es combatir las adicciones. Desde una perspectiva de salud pública, igual de eficaz sería prohibir la hipertensión.
El aceptar la prohibición en esta materia conduce de manera inevitable a la hipocresía legal porque es inaplicable, no sólo en el caso de los estupefacientes actualmente penalizados, sino también en el de sustancias cuyo consumo abusivo deriva en graves problemas de salud pública: si la legislación antidrogas fuese racional, tendría que incluir entre las sustancias prohibidas el tabaco, el alcohol, los solventes, las bebidas a base de taurina, los antidepresivos de libre venta, la Coca-Cola y el azúcar refinada, a granel o como insumo de la industria alimentaria.
El narcotráfico, con toda la descomposición institucional y social que genera, es hijo de la prohibición. La degradación de los adictos, también. El surgimiento de nuevas y devastadoras drogas, también. La prohibición ha sido clave para convertir el trasiego de drogas en un sector de la economía y para hacer del narcotráfico uno de los principales generadores de empleo, de divisas, de corrupción, de muertos, heridos y presos. Regular o incluso eliminar la prohibición de un pequeño porcentaje del catálogo de sustancias ilícitas no incidirá de manera significativa en esa problemática; simplemente, confirmará la hipocresía del marco legal.
Sin embargo, la discusión legislativa se ha olvidado de lo sustancial para enfocarse en lo policial e incluso ha desembocado en un jaloneo por gramos de más o de menos. Ha soslayado el problema fundamental de si es o no correcto lucrar con lo despenalizado –todo lo que genera ganancias tiende a expandir su mercado– o si, por el contrario, la producción, la distribución y el consumo de cannabis deben verse como actividades inevitables pero susceptibles de ser mantenidas fuera de las lógicas comerciales y vistas, en cambio, como asuntos de interés público.
Regular ciertas modalidades de producción, comercio y consumo de mariguana no es hacer historia, sino hacer historieta. Es tiempo de poner sobre la mesa el necesario cambio de políticas públicas en materia de drogas: o se sigue por la senda contraproducente e hipócrita de la “guerra contra las drogas” (por más que se haya logrado evolucionar de esa barbarie a una suerte de “conflicto de baja intensidad contra las drogas”) o se asume la necesidad de acabar con el enfoque prohibicionista y se construye una estrategia de combate a las adicciones. Ambos enfoques no pueden ser complementarios; son, en cambio, mutuamente excluyentes.
Se ha dicho que el contexto internacional haría imposible una despenalización total y completa de sustancias, ya sea porque Washington pondría el grito en el cielo, porque México es signatario de instrumentos internacionales vinculatorios, porque no hay otra nación que haya dado semejante paso o por las tres razones. Ciertamente las condiciones externas complicarían, pero no harían imposible la decisión de acabar con la prohibición de las drogas hoy vedadas. Si por algo se ha podido calificar a México de potencia con presencia mundial es por la capacidad, habilidad y experiencia de su diplomacia, que en no pocas ocasiones ha convertido en propicias circunstancias que parecían trágicamente adversas.
En el fondo, la decisión es entre adoptar la visión conservadora, represiva y moralista según la cual nacemos con una inclinación al mal y que aconseja en consecuencia la prohibición y el castigo, o abrazar la perspectiva humanista que afirma que las personas son producto de sus circunstancias, su educación y su entorno, y en última instancia dignas y merecedoras de la libertad. Lo segundo sería hacer historia.
Facebook: navegacionespedromiguel/
Twitter: @Navegaciones