Por Juan Carlos Ortega Prado
Les recuerdo algo: la “escala sísmica de Richter” es logarítmica (base 10), y no lineal. Esto significa que un terremoto de 8.1 grados tiene una magnitud 10 veces mayor que uno de 7.1 (y no es sólo 10% u 15% más fuerte, como podría pensarse). Dicho de otro modo: ayer, un sismo con una magnitud diez veces menor que el de 1985 derribó unos 40 edificios y mató a casi 100 personas en la Ciudad de México.
En resumen: en 32 años no aprendimos un carajo. Una escuela y un taller textil se nos derrumbaron; se siguieron dando permisos para construcciones de papel; se permitió que gente viviera en edificios viejos y dañados (y gente decidió vivir en edificios viejos y dañados); Protección Civil no hizo las revisiones suficientes, las hizo mal o a nadie le importaron; nuestra conciencia y capacidad de exigir tampoco avanzaron, y a nadie le interesó explicarnos la diferencia entre magnitud e intensidad, así que hoy descubrimos azorados que no estábamos en manos de la planeación y la prevención, sino de la suerte, y que un terremoto 10 o 15 veces menor que el de 1985 puede tumbar la capital del país.
Los atlas de riesgo no sirvieron para evitar la catástrofe; sólo nos indicaron dónde tendríamos que buscar a los muertos: en los mismos lugares que hace tres décadas.
Cuando estudié periodismo y revisé lo que se había escrito del terremoto del 85, me llamó la atención un hueco: apenas había reportajes sobre las sanciones que habían recibido los empresarios que levantaron edificios de porquería; apenas había textos sobre los castigos impuestos a los funcionarios que lo permitieron. La razón era simple: nunca hubo tales castigos, nunca existieron dichas sanciones.
Pero entonces como hoy existen responsables que tienen nombre y apellido, protectores y cómplices, intereses y fortunas. ¿Quiénes dieron los permisos de construcción? ¿Quién no hizo su trabajo? ¿Por qué se cayeron escuelas, supermercados y edificios de departamentos si por norma deben tener mucha mayor resistencia a los sismos? ¿Por qué se cayó un puente en el Tecnológico de Monterrey, si esa universidad está especializada en la formación de ingenieros? En 32 años, ¿no tendríamos que habernos preparado para un temblor de mayor intensidad incluso que el del 85, y no estar penando por uno mucho más débil? ¿Qué papel jugaron la gentrificación y la burbuja inmobiliaria? ¿Cuál la ignorancia? ¿Qué responsabilidad tenemos los ciudadanos? ¿Qué vamos a exigir ahora?
En medio de este océano de pasmos sobresale una verdad: el terremoto mató a pocas personas; la impunidad, a la inmensa mayoría. No era inevitable que el terremoto dejara tantos daños.
No faltará el politicastro que sugiera que, para el tamaño del sismo, 200 o 250 muertos fueron pocos; que culpe a la cercanía del epicentro por los daños en la Ciudad de México; que se enorgullezca de la reacción oficial, que –como el gobernador Graco Ramírez– quiera darle carpetazo al asunto y pasar a otras cosas. Pero insisto: los hechos son que un terremoto de una magnitud diez veces menor a la del 85 colapsó a la capital del país, que la inmensa mayoría de rescatistas improvisados fueron ciudadanos (es decir, que el gobierno fue superado, de nuevo), que de un universo de decenas de miles de edificios “bastaron” 40 edificios derrumbados para ahogar la capacidad de nuestras autoridades.
El Estado falló. Su principal función es la de garantizar la seguridad y volvió a incumplir. Y no nos engañemos: los ciudadanos no somos la prioridad de la clase política. El furor con que los partidos claman por dinero para sus campañas, por ejemplo, no se compara mínimamente con el que han solicitado para este desastre.
Estamos parados sobre un antiguo lago y una zona sísmica. También estamos parados sobre la ignorancia y la impunidad. Pero también podemos pararnos sobre nuestros propios pies, levantar el puño, gritar “¡Silencio!” y escuchar con atención de dónde se resquebraja nuestro país.
—Con información de Alba María Medina Marín
En Twitter: @JCOrtegaPrado
Fuente: Apro