Por Denise Dresser
Días de transexuales asesinados. Días de homosexuales acosados. Días de feminicidios tolerados. Ante esa realidad, se vuelve imperativo reflexionar sobre nuestro papel como ciudadanos, como hombres y mujeres, como padres, como madres. Estamos presenciando una revolución mexicana en favor de los derechos y una reacción conservadora contra ella. Lo que busca esta revolución es la inclusión de los excluidos, la igualdad para quienes nunca la han disfrutado. Para así ampliar y profundizar nuestra democracia detenida. Para proteger a las minorías de la voluntad –muchas veces antidemocrática– de las mayorías. Porque los derechos constitucionales y humanos deben ser inmunes a las restricciones de las mayorías. Lo que tantos activistas en las calles y en las cortes están buscando hacer es fortalecer nuestro derecho a la equidad y proteger nuestro derecho a ser diferentes.
Derechos que la jerarquía de la Iglesia católica quisiera cercenar. Derechos que el Frente Nacional por la Familia quisiera someter a referéndum. Derechos que muchos hombres ni siquiera desean que las mujeres tengan. Derechos que le dan sentido a aquello que más valoramos, como escribe Michael Ignatieff en The Rights Revolution: dignidad, equidad, respeto. Los derechos –como dice– no son sólo instrumentos de la ley; son expresiones de nuestra identidad como personas morales. De nuestro deseo de vivir en un mundo justo. Y este deseo es global. Va más allá del Estado de México, donde ser mujer es coexistir con la muerte. Va más allá de los lugares donde ser homosexual implica padecer el acoso permanente. Lo hemos visto en Polonia, en Argentina, en
Estados Unidos hoy. La lucha por conseguir lo que hombres blancos muertos obtuvieron para sí mismos pero luego trataron de negar para quienes vinieron después: mujeres, africanos-americanos, lesbianas, gays.
La historia enseña que la defensa de los derechos es algo que nunca termina. Allí está la iniciativa del Frente Nacional por la Familia para prohibir el matrimonio igualitario. O la oleada de feminicidios que recorre México, como contraataque al empoderamiento de la mujer que ha traído consigo el siglo XXI y el derecho a decidir. En alguna oficina, en cualquier momento, hay alguien fraguando cómo negarle o arrebatarle un derecho a alguien. En cualquier coyuntura puede surgir un Donald Trump o un Norberto Rivera o un César Duarte. Un hombre o un movimiento que promueva la interferencia gubernamental en las comunicaciones privadas vía internet o teléfono celular. Que planee cómo criminalizar el aborto a nivel estatal, aun en casos de incesto o violación. Como recuerda Ignatieff, el precio de la libertad es la vigilancia eterna.
Y sí, la revolución por los derechos vuelve a las sociedades más difíciles de controlar, más confrontadas, más contenciosas. Pero la democracia no es un deporte de espectadores, y quienes exigen derechos están en el ruedo, provocando el conflicto para que nadie se quede afuera por su género, su raza, su preferencia sexual, su deseo o no de tener hijos. La comunidad LGBT y grupos organizados de mujeres están obligando al Estado a escuchar y a ampliar el sentido de la Constitución. Están empujando a la sociedad mexicana a ser más liberal, más secular, más inclinada a respetar el derecho a decidir. Una tarea difícil en una sociedad tan conservadora y discriminatoria como la mexicana. Nos han enseñado a pensar que somos un país incluyente, generoso y diverso cuando encuesta tras encuesta se demuestra que no es así. La intolerancia asoma su cabeza en cada marcha, en cada tuit, en cada pancarta homofóbica o antisemítica o misógina.
Durante demasiado tiempo los mexicanos han tratado a sus connacionales en función de quiénes son y no en función de lo que dicen o piensan. Los han tratado como parte de un grupo o como encarnación de una identidad: mujer, gay, lesbiana, discapacitado. La revolución por los derechos implica ignorar esas diferencias y tratar a individuos como miembros de la raza humana, y no como miembros de una minoría. La Suprema Corte de Justicia lo ha entendido así y de allí derivan sus posturas sobre el aborto y el matrimonio igualitario. Pero la ampliación de derechos no está escrita en piedra ni es una conquista permanente. Por ejemplo, el objetivo de mediano plazo del Frente Nacional por la Familia es cabildear para imponer un ministro conservador en el máximo tribunal, cuando salga el ministro liberal José Ramón Cossío, en 2018. La meta es moldear a la Suprema Corte para que dé marcha atrás a los derechos reconocidos.
Lo que se avecina no va a ser agradable. El discurso del odio lanzado de un bando u otro. Debates sobre que es “normal” o no. Vituperaciones como “feminazis” aventadas a quienes simplemente creen que la mujer es un ser humano y debe ser tratado como tal. Individuos confrontados contra grupos argumentando que la masa mayoritaria debe contar más que los derechos individuales. La lucha por los derechos hace aflorar conflictos que los países tienen debajo de la piel, esos sentimientos primordiales que segregan y separan en vez de unir. Pero es una lucha necesaria, para llegar a entendimientos compartidos. La lucha por el matrimonio igualitario no debe ser vista como una entre lo bueno y lo malo, lo correcto y lo incorrecto, lo moral o lo inmoral, sino como una disputa por derechos en conflicto. Derechos que pueden ser consensuados para arribar a una visión compartida sobre qué tipo de país queremos ser. Un México incluyente y diverso o un México excluyente y dividido. Un lugar que respeta a las mujeres en todos los aspectos o un lugar que las mata. Una comunidad que valora aquello por lo cual pelearon nuestros antepasados liberales o una comunidad sectaria donde la religión pesa más que la ley.
Quienes están tomando las calles hoy en defensa de derechos como el matrimonio igualitario o el fin del abuso sexual no están exigiendo que la Constitución los invente. Están pidiendo que la Constitución los reconozca, ya que preexisten a las leyes. Son derechos inalienables con los cuales los individuos nacen; ideas tan añejas pero tan relevantes como cuando fueron incluidas en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre en 1791. La función esencial de los derechos no es una tarea abstracta: implica proteger a hombres y mujeres con todas sus diferencias incorregibles e irreducibles. Implica proteger a quienes no han podido protegerse a sí mismos, como los transexuales humillados a golpes o las mujeres manoseadas en el Metro. Implica decir: “Esto debe parar. Ahora”. Para que no haya ni una mujer menos ni una muerte más.
Fuente: Proceso