Por Denise Dresser
¿Sabe usted qué estudió el candidato por el cual votó? ¿Conoce usted su declaración patrimonial o su declaración fiscal o su declaración de conflicto de interés? ¿Conoce usted su currículum? ¿Sabe usted cómo comunicarse con él (o ella) para presentarle demandas y exigirle que la cumpla? ¿Sabe usted con qué presupuesto contará y de qué manera lo gastará? ¿Sabe usted qué propuestas defiende y qué propuestas critica? ¿Sabe qué iniciativas legislativas ha prometido presentar? ¿Se ha comprometido a transparentar el dinero público que usted le va a entregar a través de los impuestos?
Es probable que usted no sepa todo eso y quisiera sugerir por qué: el sistema político electoral que tenemos desde hace más de 15 años no fue construido para representar a personas como usted o como yo. Fue erigido para asegurar la rotación de élites, pero no para asegurar la representación de ciudadanos. Fue creado para fomentar la competencia entre los partidos, pero no para obligarlos a rendir cuentas. Fue instituido para fomentar la repartición del poder, pero no para garantizar su representatividad. Quizás por eso sólo 4 por ciento de la población confía en los partidos y sólo 10 por ciento piensa que los legisladores legislan en favor de sus representados.
Allí sigue –avalado por el voto– un sistema en el cual los partidos logran armar sus bancadas con incondicionales, discípulos, familiares e incluso personas perseguidas por la ley. No preocupa la representatividad sino la rebatinga. No impera la calidad sino una obsesión por conseguir el puesto y los privilegios que entraña. Por ello el Congreso acaba con bancadas repletas de incondicionales y yernos y clientes y amigos y subordinados. Un Congreso que premia cuates en lugar de representar ciudadanos. Un Congreso disciplinado frente a los líderes partidistas pero indiferente frente a la población. Un Congreso que funciona como agencia de colocación suya y no como correa de transmisión nuestra.
Allí está el hecho de que tantas plurinominales “quedan en la familia”. El hecho de que tantos hijos sean postulados en distritos “seguros” en vez de distritos reñidos. Bebesaurios y camaleosaurios y númenes del nepotismo, constatando con sus candidaturas esa realidad seudodemocrática en la que no hay reelección real pero sí hay trampolín tramposo. En donde participan más jugadores en el terreno electoral, pero el juego sigue siendo el mismo de siempre. En donde las reglas de la competencia –aplaudidas pero incompletas– sólo perpetúan la rotación de cuadros inaugurada por el PRI y aprovechada por otros partidos. Montando así una democracia fársica que preserva los privilegios de una élite política que salta de puesto en puesto, sin jamás haber rendido cuentas por lo que hizo allí. Una democracia competitiva pero impune. Una democracia en la cual un partido –el Verde Ecologista– puede violar la ley sistemáticamente, acumular 600 millones de pesos en multas, y no perder el registro. Una democracia sin garantes, como lo ha demostrado la actuación del INE y del Tribunal Electoral.
Y de allí el imperativo ciudadano de crear un contexto de exigencia; un primer paso para diagnosticar e impulsar modificaciones indispensables. De allí el imperativo de exigir cambios correctivos como:
La revocación del mandato para quienes incurran en claros abusos de poder o corrupción.
La exigencia de darle valor jurídico al voto nulo para que si es mayor que la votación por un candidato, se anule la elección y se convoque a otra con otros candidatos.
La exigencia de que el voto nulo debe ser tomado en cuenta para decidir el mantenimiento del registro de los partidos.
La exigencia de la reducción en 50% del financiamiento público a los partidos.
La propuesta de atar el voto nulo a la cantidad de recursos que se destina al voto nulo y no en función del padrón como ocurre ahora.
Correcciones a la legislación electoral para bajar las barreras de entrada que los partidos le han colocado a las candidaturas independientes.
Correcciones al Sistema Nacional Anticorrupción para que se elimine el fuero y se incluya la posibilidad de investigar al presidente –hoy inmune– por conflictos de interés o casos de corrupción.
La exigencia de que se le quite a los partidos el nombramiento de los consejeros del INE para asegurar su imparcialidad y autonomía, hoy en duda.
La exigencia de que la lista de plurinominales se abra –como ocurre en muchas democracias– para que no sean los partidos sino los electores quienes decidan cuáles candidatos entran por esa vía y cuáles no.
Modificaciones sustanciales al sistema de financiamiento partidista –repleto de regulaciones absurdas– que tan sólo han producido un clientelismo desbordado y un mercado negro de dinero no regulado.
Quizás por ello la desilusión con la democracia que captura la última encuesta de Latinobarómetro, en la cual sólo Honduras tuvo una evaluación peor. Porque las palabras comúnmente usadas para describir al sistema político mexicano hoy son métrica del desencanto y termómetro de la desilusión. Palabras como democracia incompleta. Transición truncada. Representación fallida. Impunidad institucionalizada. Simulación. Regresión. En vez de responder a los intereses públicos, la política promueve los intereses particulares. En vez de generar incentivos para la representación, las reglas actuales impiden que ocurra. En lugar de empoderar ciudadanos, la transición termina encumbrando políticos que no representan ni rinden cuentas.
Hoy los partidos son cárteles de la política y operan como tales. Deciden quién participa en ella y quién no; deciden cuánto dinero les toca y cómo reportarlo; deciden las reglas del juego y resisten demandas para su reformulación; deciden cómo proteger su feudo y erigen barreras de entrada ante quienes –como los candidatos independientes– intentan democratizarlo. Partidos que canalizan el dinero público para pagar actividades poco relacionadas con el bienestar de la sociedad. Organizaciones multimillonarias que en lugar de transmitir demandas legítimas desde abajo, ofrecen empleo permanente a los de arriba. Organizaciones autónomas que extraen sin representar y usan recursos de la ciudadanía sin explicar puntual y cabalmente su destino. Agencias de colocación para una clase política financiada por los mexicanos, pero impermeable ante sus demandas. Ese es el sistema con el cual despertamos el 8 de junio y ante el cual habrá que seguir peleando, para y desde la ciudadanía.
Fuente: Proceso