En los años 70 el régimen priista, siguiendo el ejemplo de las dictaduras latinoamericanas y bajo la égida de la doctrina de seguridad nacional de los Estados Unidos, tomó la decisión criminal de desaparecer a quienes pretendían cambiar al país con las armas en la mano, de borrar todo rastro suyo de la faz de la tierra, de la memoria colectiva. Hoy, la derecha conservadora, que apoyó fervientemente esa guerra sucia, ha decidido —en un esfuerzo desesperado por recuperar el poder— desaparecer, cueste lo que cueste, la verdad de los medios de comunicación, torcer los hechos compulsiva, sistemática, descarada, impunemente para tratar de imponer una visión deformada y a su antojo de la realidad.
En esta nueva guerra sucia de carácter (hasta ahora) esencialmente mediático —que los conservadores libran sin vadorpedir ni dar cuartel—, lo único realmente novedoso es la enorme capacidad tecnológica con la que cuentan y el hecho de que, esta vez, fueron desplazados del poder sin que se disparara siquiera un tiro tras las elecciones más libres, auténticas y democráticas celebradas en este país y sin que, hasta este momento, se hayan visto afectados sus intereses legítimos. Lo demás es lo mismo de siempre: siguen siendo el odio y el miedo los que los mueven. El odio al que piensa, o se ve, o habla distinto. El miedo al cambio y a la pérdida de prebendas y añejos privilegios.
Su peor pesadilla: la misma que se cumpliera en 1861 con el triunfo liberal y la Reforma, en 1910 con la Revolución, en 1936 con la expropiación petrolera y la reforma agraria; la que estuvo a punto de cumplirse en 1988 cuando le robaron a Cuauhtémoc Cárdenas la Presidencia y en 2006 cuando le hicieron lo mismo a Andrés Manuel López Obrador, esa pesadilla se está cumpliendo ahora: la plebe, a la que desprecian, a la que consideran “manipulable”, en un arrebato incontenible de conciencia los sacó del poder. Ese “peligro para México” les amenaza hoy —como sucedió con Juárez, con Madero, con Cárdenas— desde Palacio Nacional. No es que la historia se repita; es que ellos, los conservadores, siguen siendo exactamente iguales.
Su primer objetivo es mantener a la minoría que los apoya con los ojos cerrados y dispuesta a aceptar a ciegas lo que se les diga. En segundo lugar, los conservadores pretenden envenenar el aire que la sociedad entera respira con la difusión masiva de calumnias, mentiras, campañas de desprestigio y operaciones de propaganda negra para generar incertidumbre, confusión y desconfianza. El último de sus objetivos —el nivel de conciencia de la gente les hace difícil la tarea— es ganar adeptos para su causa, desmembrar a esa mayoría que los echó a la calle.
De Goebbels, la falange española, el manual de operaciones encubiertas de la CIA, de la mercadotecnia, de su larga historia de sumisión al régimen corrupto, de todo eso abrevan sus “estrategas” de comunicación y sus intelectuales orgánicos que, a final de cuentas, no hacen sino repetir el mismo cuento: el de la amenaza, el del peligro liberal, o rojo, o comunista, o populista. Lo dicho, todo ha cambiado en este país menos los conservadores que siguen repitiendo los mismos clichés del siglo XIX y apostando a despertar los más oscuros y primitivos instintos de la gente. Aferrados al pasado, estos mercaderes de la mentira, la calumnia y el montaje no comprenden que, pese a todo su poder, en este país que se transforma por voluntad mayoritaria de su pueblo, ya no les resultará tan fácil desaparecer la verdad.
@epigmenioibarra