Por Jorge Zepeda Paterson
Era un hombre con suerte. Su vida había transcurrido entre algodones gracias a los padrinos y a las hadas madrinas que lo habían llevado de una cumbre a otra hasta llegar a Los Pinos, literalmente sin despeinarse. Su buena fortuna pareció extenderse a los primeros meses de su gobierno, cuando sorprendió al país con un Pacto por México novedoso e inesperado, plagado de prometedoras aunque polémicas reformas.
A partir de entonces todo ha sido despeñadero para Enrique Peña Nieto. Hoy enfrenta los más bajos niveles de aprobación de los que se tenga memoria, y mire que se necesita “talento” para ser más malquerido que Calderón, Fox o Zedillo.
Las razones de su desplome no sólo son imputables a los desaciertos, desde luego. Muchos de los problemas estructurales que padece México son el resultado de décadas, sino es que de siglos, de gobiernos ineficientes y corruptos. La desigualdad y la miseria o el cáncer de la inseguridad pública no nacieron en este sexenio. El problema es que las soluciones que ha ofrecido su administración para responder a estas lacras estructurales son fallidas e insuficientes a ojos de la opinión pública. Peor aún, son soluciones que están muy por debajo de las expectativas generadas por el cacareado regreso del PRI al poder, supuestamente de los que sí tenían oficio.
Para desgracia de Peña Nieto ahora ni siquiera su otrora buena fortuna vino a su rescate. Los demonios sueltos en Tlatlaya y en Ayotzinapa, verdaderos exabruptos salvajes procedentes del México que las élites se niegan a ver, han provocado un escándalo internacional de proporciones mayúsculas. No importa qué suceda durante el resto de esta administración, el sexenio de Peña Nieto pasará a la historia por el asesinato de 22 personas sometidas y desarmadas a manos del ejército en el Estado de México y de 43 estudiantes de Iguala desaparecidos en condiciones absurdas y todavía misteriosas. La tesis oficial que atribuye al crimen organizado la autoría de esta última tragedia muestra cada vez más hoyos y crecen las sospechas de que las fuerzas del Estado podrían estar más involucradas de lo que se creía en la desaparición de los normalistas. En tal caso las consecuencias internacionales podrían ser jurídicas en contra del gobierno de Peña Nieto y no sólo de imagen (ver mi artículo al respecto, “Dos Toneladas de preguntas” publicado en El País: http://goo.gl/XSMHtk).
A las desgracias anteriores se suman ahora las desventuras económicas. El Presidente enfrentará un año electoral con la cartera disminuida por un contexto económico terriblemente desfavorable. El presupuesto del sector público para 2015 fue diseñado a partir de los ingresos esperados por un precio del barril de petróleo a 79 dólares; actualmente ronda los 40 dólares y a la baja. En otras palabras, el gobierno tendrá mucho menos dinero que el esperado, lo cual significa: a) recorte en el gasto, con la consiguiente irritación de los sectores afectados; b) endeudamiento adicional, que se traducirá en mayores presiones sobre el peso y desconfianza de los mercados internacionales; y c) mayor presión sobre los contribuyentes para alcanzar una recaudación de impuestos más alta, lo cual en plata pura significará que los niveles de reprobación de Peña Nieto seguirán bajando por el descontento de las clases medias y altas y su negativa a seguir siendo ordeñadas.
Peor aún, la única manera en que podría aumentar sustancialmente la captación de impuestos es mediante un ataque frontal por parte de la secretaría de Hacienda a la economía informal, en la que se emplea ya más del 50 por ciento de la fuerza de trabajo. Pero eso provocaría un problema aún más grave, pues la economía informal es la única válvula de escape que los mexicanos tienen para eludir el desempleo, ahora que la emigración ha dejado de ser una alternativa accesible. Si se cancela la única posibilidad que la mayoría de los mexicanos tienen para sobrevivir dentro de un sistema que los ignora, las consecuencias podrían ser desastrosas.
No pintan bien las cosas para el Presidente y, por extensión, para los mexicanos. Ahora necesitaría un golpe de suerte sólo para que no surja de manera inesperada otro Ayotzinapa en algún otro lugar del territorio. O quizá un viento de fortuna que mejore el precio del petróleo. O simplemente hacer las cosas mejor, pero francamente a estas alturas le tengo más fe a la fortuna que a las capacidades del Grupo Atlacomulco.
@jorgezepedap
Fuente: Sin Embargo