Del Yo Pecador a la antropogénesis

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Por Pedro Miguel

¡Señor Jesús! Sofoca los vientos de esta tempestad y de otros sistemas que nos amenazan, así como calmaste el Mar de Galilea para tus discípulos. ¡Oh, Señor!, atenúa los vientos, calma las aguas, introduce fuerzas de la naturaleza que perturben la configuración de esta tormenta, disipa su malignidad. Envíala inofensivamente hacía las aguas. Que todos nos demos cuenta de nuestros pecados. Y del pecado que causa unos fenómenos así. Danos la fuerza para que nos esforcemos en purificarnos y no padecer una catástrofe. ¡Oh, Señor!, influye en estos vientos, en estas aguas, en estos sismos, en estos tifones, en estas tormentas. Que desaparezcan y se pierdan mar adentro. Expúlsales Señor de todas las costas sin hacer dañar a ningún ser viviente que esté en su camino. Te lo pedimos amado padre celestial con toda nuestra devoción, que se haga de acuerdo a tu voluntad, bajo la gracia, de manera perfecta, gracias, padre que has escuchado esta oración. Amén. Amén. Amén”.

Así dice, palabras más palabras menos, una de las múltiples oraciones contra la tormenta que se pueden encontrar en Google con la misma facilidad con la que uno localiza recetas para hacer chiles en nogada. Y como estamos en temporada de ambas cosas –de chiles en nogada y de tormentas– les paso el dato. La ingesta de esa delicia, cuya creación es atribuida a las monjas agustinas del convento de Santa Mónica (Puebla) para agasajar a Agustín de Iturbide, puede ser considerada pecado capital de gula, castigado con chorrillo y redimido con tres padres nuestros y sincero propósito de contrición, que es el dolor que se experimenta por haber ofendido a Dios. Pero hay faltas que ameritan sanciones infinitamente más severas y magnas, como una tormenta, un ciclón o un terremoto. Así lo afirma fray Miguel de San José, obispo de Guadix y Baza, en su Juicio reflexo sobre la verdadera causa del terremoto:

“No sirve huir de las ciudades a los campos para evitar los estragos del terremoto, si nos llevamos al campo los pecados; que Dios castiga, sacudiendo violentamente los fundamentos y muros de las ciudades: ya alentando a los tímidos con los copiosos frutos de virtud, que el terremoto había producido, pues ocurrían con devoción al templo, los que antes precipitadamente corrían a los teatros y a los circos: que oían con gusto la palabra de Dios, los que antes cebaban por el oído su almas, frecuentando las públicas diversiones, de especies no menos nocivas, que indignas de su fe; que ya a imitación de los ninivitas vestían saco, rociaban de ceniza sus cabezas, ayunaban, se humillaban, gemían penitentes los delicados, los sensuales, los golosos, los soberbios, los pecadores todos […] El padre San Juan Crisóstomo enseña que la causa del terremoto es la ira de Dios: causa enim terremotus dei est ira.”

En tiempos más recientes (2011) el entonces alcalde de Tokio, Shintaro Ishihara, opinó que el terremoto que provocó la catástrofe nuclear de Fukuyama había sido un castigo del cielo para lavar el egoísmo de los japoneses. Una página web llamada Embajada del Reino le tomó la palabra y especificó que los pecados del país oriental habían sido la pornografía, el turismo sexual y el abuso de menores (que) han hecho de Japón un lucrativo nicho de mercado sexual.

El razonamiento llevaba a preguntarse por qué el altísimo no escogió Río de Janeiro, Bangkok o Tapachula para llevar a cabo su escarmiento de pecadores, toda vez que cualquiera de esas ciudades, y muchas otras, ocupa sitios más destacados en prácticas como las que enumera Embajada del Reino. Pero los designios del Señor son inescrutables y prueba de ello es que el terremoto de 1755, que afectó gravemente a muchas otras localidades de África del Norte y el sur de Europa, fue particularmente devastador en Lisboa, una ciudad virtuosa y pía según los cánones del catolicismo, en la que no habría delitos graves que castigar. Aquel movimiento telúrico no sólo dio origen a la sismología moderna: el quiebre tectónico en la zona Azores-Gibraltar puso en apuros a teólogos y filósofos y produjo, además del derrumbe de miles de edificios, la caída de nociones hasta entonces inamovibles acerca de la bondad inmanente de Dios; se vinieron abajo, por ejemplo, la teodicea de Leibniz y el método de Descartes para conciliar el orden divino con el desmadre natural y cedieron su lugar a la carcajada amarga de Voltaire y a las elucubraciones geológicas de Kant, descaradamente materialistas pero, a la postre, equivocadas.

Hoy en día hay que tener mucho valor civil para proclamar, como el alcalde Ishihara, que los fenómenos naturales y los desastres consiguientes son un castigo celestial a nuestros pecados. Las piruetas teológicas para explicar las catástrofes resultan cada vez menos convincentes, y seis o siete chiflados sostienen que las tragedias resultantes no están en los planes de Dios sino en los de Satanás (lo cual de todos modos plantea el problema de una responsabilidad divina, así sea por omisión, porque el Omnipotente bien podría tomarse la molestia de meter en cintura al Maligno). En cambio, se fortalece la creencia, si queda alguna, de que el compañero de allá arriba se entromete cada vez menos en los asuntos humanos y naturales, y el pecado ha sido remplazado por las nociones, más funcionales, del delito y la incorrección política.

Sin embargo, la razón teológica puede sentirse tranquila: el cambio climático, los fenómenos naturales antropogénicos y la idea de que la especie humana está provocando una apresurada destrucción planetaria han venido a remplazar con eficacia notable a la vieja venganza divina. Ya que el señor barbón muestra tanto desinterés en nosotros, la madre tierra se encargará de darnos el escarmiento que merecemos. Aunque haya habido terremotos más o menos desde siempre y el temible huracán haya sido bautizado nada menos que por los mayas prehispánicos.

Pero año con año nos enteramos de fenómenos naturales de frecuencia y dimensión sin precedente –esa expresión usan justamente los funcionarios de toda monta para justificar tragedias y desastres que se originan más bien en la corrupción y la falta de previsión– que serían indicadores indudables de que el planeta está encabronado con nosotros por cochinos, depredadores, ambiciosos, frívolos y arrogantes: Sodoma y Gomorra en su versión vegana; flagelantes del siglo XIII trasplantados al XXI que abominan de lo humano en conjunto y que anuncian la inminencia del fin de los tiempos.

Sea: seremos contaminantes, destructores, estúpidos y crueles, pero también somos capaces de emprender programas de descontaminación, refrenar impulsos instintivos, aplicar medidas de protección a los arrecifes coralinos y cambiar de estilo de vida y hasta de modo de producción. Y eso hace pensar que tal vez el Armagedón antropogénico no sea tan inminente ni tan inevitable como algunos auguran.

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