Por Pedro Miguel
Tal vez le habría sido de alguna utilidad pedir perdón a México por la enorme tragedia que provocó y ponerse de inmediato a disposición de las autoridades para ser investigado. Pero a Felipe Calderón le ganó la arrogancia y reaccionó al veredicto del jurado con un texto autocomplaciente, insolente y falaz: “con la información disponible, tomé las medidas de debida diligencia en la integración y operación del equipo de gobierno”, escribió.
La mentira es insostenible: desde mayo de 2007, seis meses después de que Calderón asumiera una presidencia robada, el general Tomás Ángeles Dauahare, por entonces subsecretario de Defensa, le advirtió de los nexos de Genaro García Luna con el narcotráfico. Poco después, el que era coordinador de Seguridad Regional de la Policía Federal, Javier Herrera Valles, le pidió que designara “a alguna persona de su confianza, ajena totalmente a la gente del ingeniero Genaro García Luna”, para que investigara los malos pasos del ex secretario de Seguridad Pública. En lugar de escuchar al militar y al policía, Calderón les fabricó delitos y los mandó encarcelar. Fuera de esos avisos, desde el periodismo y desde la oposición política se advirtió públicamente sobre el proceder torcido del narcotraficante convertido en funcionario o del funcionario convertido en narcotraficante.
Habría sido imposible que el hombre fuerte de los sexenios panistas actuara en solitario, sin contar con una red de complicidades horizontales, verticales y binacionales (o sea, con dependencias de Washington). La construcción de un “ narco solitario”, una suerte de Mario Aburto que asesinó a la seguridad pública del país, no tiene pies ni cabeza; pero es, en el fondo, lo único que pueden balbucear en defensa propia algunas de las figuras más prominentes del bisexenio 2000-2012: Vicente Fox, que nombró al reo de Nueva York director de la Agencia Federal de Investigación; los procuradores de ese periodo, Rafael Macedo de la Concha, Daniel Francisco Cabeza de Vaca, Eduardo Medina Mora, Arturo Chávez Chávez y Marisela Morales; el secretario de Gobernación foxista, Santiago Creel Miranda, y sus sucesores en el calderonato, Francisco Javier Ramírez Acuña, Fernando Gómez-Mont Urueta y Alejandro Poiré, además de Juan Camilo Mouriño y Francisco Blake Mora, fallecidos estos dos en extrañas circunstancias; los ex titulares de la Función Pública Francisco Barrio Terrazas, Eduardo Romero Ramos, Germán Martínez Cázares, Salvador Vega Casillas y Rafael Morgan Ríos, así como los dos generales y los dos almirantes que en ese lapso encabezaron las secretarías de la Defensa Nacional y de Marina. ¿En verdad, ninguno de ellos se enteró de que el mariscal de campo de la “guerra contra la delincuencia” había puesto al frente de su Estado Mayor a un agente del enemigo?
O todos esos conformaban el manojo de omisos e incompetentes más prominente de la historia mundial o bien algunos, o todos, supieron quién era en realidad García Luna y al saberlo lo encubrieron. O fueron sus cómplices.
La operación de poner el gobierno federal al servicio de un cártel no sólo requería de un poder presidencial usurpado y el activo apoyo y la intensa participación de instituciones estadunidenses, sino también de una legitimación ante la sociedad. Esa fue la tarea de los ideólogos, comentócratas y propagandistas del régimen que, conociendo o no la condición real de García Luna, emprendieron una intensa campaña para convencer a la opinión pública de que él y su jefe básicamente estaban haciendo lo correcto: exterminar o impulsar la erradicación de todo un sector de la población. En la tarea ayudaron personeros del propio García Luna disfrazados de organizaciones “ciudadanas”, como México Unido contra la Delincuencia, Alto al Secuestro y otros membretes similares.
Toda vez que la mera sugerencia del narco solitario naufraga de inmediato, la hoy oposición y ayer oligarquía intenta atenuar su desastre socializando la responsabilidad. Claudio X. González escribe que el descrédito de la declaratoria de culpabilidad de García Luna es “para todo el Estado mexicano” y Raymundo Riva Palacio arguye que es “para un país entero”. Pero no. El narcogobierno de Calderón nunca representó la voluntad del pueblo mexicano sino la de un sector empresarial, la de la embajada de Estados Unidos y, hoy lo sabemos, la de una organización delictiva.
La sociedad mayoritaria pasó la mitad del foxato y todo el calderonato procurando sobrevivir y, siempre que fue posible, resistiendo, exigiendo un alto a la terrible carnicería desatada desde el poder y esperando el momento de poner fin a un régimen simulador, ilegal y oprobioso.
La dignidad y el prestigio nacionales están intactos. La abrumadora mayoría del país exige justicia esclarecimiento total y justicia para los crímenes de lesa humanidad perpetrados por un gobierno delictivo. Y lo seguirá haciendo.
No. Genaro no actuó solo, pero no todo México es Genaro.
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Fuente: La Jornada