Por Pedro Miguel
El lanzamiento de la aspirante de las derechas a la Presidencia, Xóchitl Gálvez, ha tenido un efecto contraproducente para su causa: no ha logrado entusiasmar a sectores del electorado más allá de los desencantados de la Cuarta Transformación –los que votarían por la oposición, sea cual sea su abanderado o abanderada– y del voto duro de los partidos y organizaciones de la reacción; en cambio, ha causado una inocultable división en las filas del conservadurismo y la ultraderecha se ha espantado con los supuestos atributos “progresistas” y hasta “izquierdistas” de la ex funcionaria de Fox, hasta el punto de que Gilberto Lozano, dirigente de una de las abreviaturas de ese entorno, anunció que presentaría una demanda contra ella por alguno de los varios manejos oscuros que ostenta su trayectoria por la administración pública.
En cuestión de días, la impostura de la abanderada “indígena”, “pobre”, “trotskista”, “feminista” y “ambientalista” fue perdiendo todas esas capas de pintura y se evidenció como un oxímoron insostenible: ningún disfraz de izquierda resiste que desde su interior se emita una prédica de valores neoliberales puros y duros. Gálvez es lo que es: una exponente de la mafia de logreros político-empresariales que hicieron fortuna al amparo del poder público en los sexenios pasados. Y desde luego, no hay en las filas de la 4T ninguna persona tan despistada como para encandilarse con esa figura política de fabricación instantánea a base de Photoshop, inteligencia artificial y materiales de utilería.
Una vez caída la máscara, a los estrategas de la restauración conservadora no se les ocurrió más que emprender una campaña, por medio de sus comentócratas, para ubicar a la aspirante como víctima potencial de violencia política, una Colosio en ciernes. Por añadidura, descubrieron por adelantado de inmediato al culpable de un crimen no cometido: el Presidente de la República, quien según ellos ha atizado un clima de odio propicio para un hipotético atentado contra la política y empresaria hidalguense.
Además de miserable y peligrosa, la táctica tiene una enorme debilidad: hasta hace medio siglo, algunos sectores populares y de izquierda recurrieron a la violencia como formas de resistencia y de autodefensa ante la violencia del régimen; posteriormente, y salvo momentos excepcionales y fugaces como el alzamiento zapatista de 1994, la violencia y el homicidio como instrumentos políticos fueron ejercidos desde el poder por el PRI y el PAN, los partidos que ahora tratan de impulsar a Gálvez.
El recuento puede empezar con el asesinato de Rubén Jaramillo y su familia (López Mateos) y seguir con la represión de 1968 (Díaz Ordaz), la guerra sucia de Echeverría y López Portillo, con su cauda de torturas, desapariciones forzadas y ejecuciones extrajudiciales; con los asesinatos de Xavier Obando y Román Gil y con la sospechosa muerte de Manuel J. Clouthier en un supuesto accidente carretero, en tiempos de De la Madrid; con los cientos de perredistas asesinados durante el salinato; con las masacres campesinas perpetradas por Zedillo (Aguas Blancas y Acteal, las más brutales); con la represión homicida aplicada por Fox en Acteal y Oaxaca; con la guerra contra la población disfrazada de cruzada antinarco declarada por Calderón, y culminar con la barbarie del gobierno de Peña Nieto en Tlatlaya, Tanhuato y Asunción Nochixtlán.
Por añadidura, en los gobiernos de Salinas y de Zedillo florecieron los asesinatos políticos (o suicidios inverosímiles) dentro del régimen y de la administración pública (Colosio, Ruiz Massieu, Polo Uscanga, Ramos Tercero y muchos otros) y se requiere de mucha inocencia para atribuir las muertes de un secretario de Seguridad de Fox (Ramón Martín Huerta) y dos de Gobernación de Calderón (Juan Camilo Mouriño y Francisco Blake Mora, su sucesor) a meras desventuras aeronáuticas.
A diferencia de lo sucedido en ese pasado horroroso, el gobierno actual nunca ha jalado el gatillo contra un opositor ni se le ha muerto un solo manifestante en confrontaciones con las fuerzas del orden. Y cuando han tenido lugar atropellos por parte de alguna corporación federal, los casos han sido investigados, esclarecidos y llevados a los tribunales. Esta causa política y social ha hecho renuncia expresa de toda forma de violencia y así seguirá.
En contraste, los agüeros de medios y comunicadores de la reacción son en sí mismos impulsores de agresiones. Cuando se declara públicamente la responsabilidad de alguien en un crimen que no ha sucedido, se otorga a los enemigos de ese alguien la coartada para hacerlo realidad a fin de cargarle la culpa; se corre el riesgo, pues, de convertir advertencias estúpidas e irresponsables en profecías autocumplidas.
El estado mayor de la derecha opositora y sus voceros tendrían que entender que no es con campañas de miedo, ni “calentando la plaza”, ni creando las condiciones para agresiones violentas, como va a conseguir lo que las urnas le niegan.
Twitter: @PM_Navegaciones