Por Soledad Loaeza
Puedes engañar a algunos todo el tiempo; puedes engañar por algún tiempo a todos; pero no puedes engañar a todos todo el tiempo. Dedico esta aguda sentencia del presidente de Estados Unidos Abraham Lincoln al presidente Enrique Peña Nieto, cuya respuesta a la indignación de la opinión pública ante el evidente conflicto de interés en el que incurrieron él y su esposa al aceptar los regalos o los préstamos de casas de contratistas interesados, ha profundizado el disgusto en lugar de atenuarlo.
Desde su elección como candidato del PRI a la Presidencia de la República, los seguidores y simpatizantes de Peña Nieto insistían en que era persuasivo y carismático, que tenía un larguísimo colmillo político, que era de una astucia diabólica para conciliar intereses y posturas encontrados y que su habilidad llevaría rápidamente a los acuerdos que se necesitaban para sacar adelante las reformas que precisaba el país. El pacto entre las diferentes fuerzas representadas en el Congreso, que fue el inicio de su gobierno, fue la primera prueba de todas estas habilidades, decían. Sin embargo, ninguna de ellas ha entrado en juego en el manejo –o lo que sea– que ha hecho el Presidente del escándalo suscitado por la revelación de sus relaciones y las de su esposa con el Grupo Higa. Me pregunto si ahora quienes veían en Peña Nieto a un adelantado discípulo de Maquiavelo lo miran con los mismos ojos. Una encuesta de Parametría muestra que el acuerdo que lo apoyó al comenzar su gobierno se ha desvanecido; en noviembre y diciembre de 2014 la tasa de desaprobación del Presidente había superado el 50 por ciento, un incremento sustancial en relación con el 34 por ciento que registraba dos años antes. El tiempo del engaño se ha agotado.
El nombramiento de Virgilio Andrade como secretario de la Función Pública no ha sido suficiente para convencernos de la disposición del Presidente a asumir su propia responsabilidad ante la ley como funcionario público. Tampoco nos ha persuadido de que está realmente comprometido con el combate a la corrupción, que fue una de sus promesas de campaña y de gobierno. Así que el anuncio únicamente irritó más a la opinión pública. Pero, ¿qué esperaba el Presidente de la decisión de recuperar una dependencia que parece más un cachivache de papier maché que un órgano vivo capaz de defender el interés público?
La secretaría, originalmente de la Contraloría, demostró desde su creación ser onerosa y, sobre todo, menos eficaz de lo que se esperaba; sin embargo, jugó un importante papel disuasivo durante los últimos gobiernos priístas, cuando se registró una disminución de la corrupción. La amenaza de la vergüenza pública, de las sanciones administrativas e incluso penales, tuvo un importante efecto sobre las actitudes y el comportamiento de los funcionarios. No obstante, esta tendencia a la baja se detuvo cuando los panistas llegaron al poder. Según datos del Banco Mundial, en 2000, en una clasificación de gobernabilidad en términos de rendición de cuentas, calidad regulatoria y control de corrupción, en la que 0 era la calificación más baja y 100 la más alta, México ocupaba el lugar 51.2, pero en 2011 se había derrumbado a 37 (Edna Jaime et al., Rendición de cuentas y combate a la corrupción, Cuadernos de SFP, 2012).
A diferencia de los funcionarios asociados con el PRI, muchos de los que llegaron con Acción Nacional partían del supuesto de que la oposición decente había llegado al poder, y la corrupción no era asunto de ellos, sino de los priistas; así que no concebían que ellos cometieran ese pecado, o en todo caso, fijaron las baterías en el pasado, pero poco se ocuparon de su presente como gobierno. No fueron pocos los que llegaron del sector privado a la administración pública, sin entender nunca la diferencia entre uno y otra; así que muchos también incurrieron en conflictos de interés, por ignorancia o por deshonestidad.
Esa podría ser una de las explicaciones del ruinoso estado de la moralidad de nuestro personal político que describe Luis Carlos Ugalde en un artículo bien informado y pensado que publica el número más reciente de la revista Nexos (¿Por qué democracia significa más corrupción?, febrero de 2014). Como bien lo demuestra Ugalde, la corrupción se ha generalizado en la administración pública; inmisericorde, se ha extendido al Poder Legislativo y a los partidos, y a prácticamente todos los rincones de nuestra vida pública. También desmantela el inaceptable argumento de que se trata de un tema cultural. Hace unas semanas escuché ese mismo argumento de funcionarios menores del presente gobierno ante un público extranjero que se preocupaba por los escándalos de corrupción y su impacto sobre la estabilidad del país.
Estos jóvenes, que también parecen de papier maché, no entienden lo que de sí mismos están diciendo, ya no digamos del país, cuando quieren promover la inversión extranjera, con el argumento de que el soborno, el cochupo y la trampa son parte de la cultura nacional. Primero, para que me entiendan, están diciendo que ellos son corruptos porque así fueron educados; también dicen que la corrupción es inherente al ser mexicano, de manera que la honestidad no es mexicana, sino una excentricidad. Si la corrupción es cultural, entonces es indestructible, o por lo menos, un fenómeno que tardaría décadas en desaparecer, si no es que siglos, pues nada hay tan lento como el cambio cultural. Conclusión: no hay nada que hacer. La corrupción está aquí para quedarse.
Ugalde, en cambio, argumenta, de manera muy convincente, que al agravamiento y la profundización de la corrupción es un problema institucional, que la ley debe y puede combatir, siempre y cuando se aplique. Es posible que hacerlo sea doloroso, conflictivo y hasta desestabilizador, pero es absolutamente imperativo. Como lo es que los pesos y contrapesos institucionales funcionen, que los medios, la opinión pública, detengan esta escalada, y que el Congreso no se convierta también en una pieza de papier maché.
Fuente: La Jornada