Por Javier Sicilia
Todo pasa y, sin embargo, nada sucede: muertes, desapariciones, corrupción, impunidad, y los gobiernos y las partidocracias continúan sin inmutarse, como si estuviéramos en un estado de normalidad y lo único que importara fuera la disputa electoral de 2018. A pesar del horror, de las denuncias y evidentes colusiones de gobernadores, presidentes municipales y policías con el crimen organizado, todos los funcionarios, con excepciones de bajo nivel, terminan sus periodos para, luego, en una enredada red de pactos de impunidad, obtener impunidad y huir. El sistema simulará que los persigue o, si sus tropelías no son tan sonadas, los acogerá y reubicará como la Iglesia acomoda a sus pederastas.
El caso más claro es el de Morelos. No obstante los espantosos hallazgos de las fosas clandestinas de Tetelcingo y recientemente de Jojutla –creadas no por el crimen organizado sino por las propias fiscalías del Estado–, el gobierno de Graco Ramírez no sólo sigue incólume, sino que el propio mandatario, presidente de la Conferencia Nacional de Gobernadores (Conago), se pasea por el mundo y pretende ser candidato presidencial.
Por un lado, los trabajos que se han desarrollado en esas fosas son un ejemplo –que pronto sistematizaremos– de cómo, en un esfuerzo conjunto entre víctimas, universidades e instituciones encargadas de la procuración de justicia, deben intervenirse las fosas clandestinas y resolver gran parte de las decenas de miles de desaparecidos que tiene el país. Pero por otro lado son un ejemplo de las redes de impunidad del sistema político mexicano.
En dichas fosas, como lo ha documentado Jaime Luis Brito (“Los huesos de Jojutla: ‘Por donde le escarbes…’”, Proceso 2110), “el horror y el sinsentido lo conforman cuerpos [sin]necropsia de ley, vestidos, amarrados de pies y manos, amarrados, aún con cinta canela en la cabeza, con huellas de contusiones, golpes diversos y señales de tortura”. Y en torno a muchos otros cuerpos no se han abierto carpetas de investigación o están mal documentadas.
Sólo en Jojutla, los 35 cuerpos que según la Fiscalía fueron inhumados allí se han convertido en 56. Además se ha descubierto lo que probablemente es una segunda fosa que pertenece a administraciones pasadas y de cuyos cuerpos nada oficialmente se sabía –en el momento en el que este artículo aparece se está trabajando en su exhumación. También, en un acto de justicia, se han entregado ocho cuerpos que sus familiares buscaban y que el gobierno de Graco Ramírez había desaparecido en Tetelcingo.
Por su generalización, estos crímenes son de lesa humanidad. Y hay responsables: el actual gobernador, los dos anteriores, los presidentes municipales, los fiscales de los periodos en que se hicieron esas fosas e incluso quienes palearon. Pese a esto, el crimen ha sido encubierto bajo el epíteto de “irregularidades”, no se ha perseguido y la justicia permanece trunca.
Graco Ramírez, como he dicho, continúa en funciones y se promociona ya como candidato a la Presidencia para administrar y generar un infierno más grande. El fiscal responsable de esas atrocidades, Rodrigo Dorantes, funge, recomendado por el propio gobernador, como delegado de la Procuraduría General de la República (PGR) en Durango. Los dos anteriores gobernadores –Marco Antonio Adame y Sergio Estrada Cajigal– siguen trabajando para su partido, el PAN (Estrada sufrió un infarto que, me dicen, lo ha incapacitado para intentar volver como presidente municipal de Cuernavaca). La que fue presidenta municipal en Jojutla y que autorizó la fosa continúa como diputada del PRD, y así sucesivamente. Aun cuando esos delitos “en cualquier democracia del mundo –dijo paradójicamente Miguel Barbosa–, hasta en las más salvajes, harían caer a cualquier gobierno”, en la clase política mexicana son parte de la normalidad (Diario de Morelos, 7 de abril de 2017).
El propio fiscal Javier Pérez Durón, que en la intervención de las fosas ha hecho un trabajo ejemplar, declaró recientemente que no puede llamar al gobernador a rendir cuentas y que tampoco llamará a quienes hicieron esa inhumación espantosa. ¿Por qué? ¿No es el fiscal de Morelos, cuya labor es perseguir el crimen en su territorio, aún más cuando los responsables están a la vista? ¿Las intrincadas redes de complicidad son tan fuertes que no le permiten ni al fiscal ni a las partes sanas de la dirigencia del PRD ni a Gobernación llamar a cuentas a los responsables? ¿Hay que esperar a que el gobierno de Graco concluya para que la clase política se dé cuenta de su inmensa barbarie y, entonces, si Graco no logra acomodarse políticamente, simular que se le persigue, mientras las redes que permitieron la atrocidad continúan operando dentro del propio sistema?
Sea lo que sea, el país es una inmensa fosa común en la que los más espantosos sucesos conviven con una normalidad tan aterradoramente inhumana como la realidad que, en su lucha por administrar el infierno, las partidocracias intentan ocultar. México está derruido bajo capas y capas de una absurda normalidad política que nos devora y, semejante al infierno, parece no tener fondo ni fin.
Lo único que podría ponerle un coto a esa perversa normalidad es la justicia. ¿Pero quién, en este país perdido, recuerda que la justicia es una fuerza que, al servicio del derecho, instaura un orden que no existe, pero sin la cual ningún orden podría encontrar su humanidad?
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia y juzgar a gobernadores y funcionarios criminales.
Este análisis se publicó en la edición 2112 de la revista Proceso del 23 de abril de 2017.