La cadena de impunidad se rompe así por lo más delgado; la secretaria o el secretario de Estado a sus pares que, en otras secretarías, oficiaron como cómplices y a su jefe, el Presidente de la República.
Rosario Robles va a hablar, como ya lo están haciendo los dos Emilios, Lozoya y Zebadúa, y como seguramente habrán de hacerlo Genaro García Luna cuando se enfrente a la posibilidad de ser sentenciado a 30 o 40 años de cárcel en los Estados Unidos o Juan Collado, cuando cobre conciencia de que, pese a las argucias de sus abogados, seguirá en prisión y perderá su fortuna.
Poco o nada me importa la suerte de estos que son, a fin de cuentas, un atajo de ladrones; personajes menores de la galería de la infamia nacional. Lo que me importa es que sus confesiones, acompañadas por las pruebas que para obtener los beneficios de ley se verán obligados a aportar, habrán de darle, por fin, oportunidad a la justicia en nuestro país.
Acostumbrados a la vida fácil, a la nube de asistentes y guardaespaldas, a los privilegios que dan el poder y el dinero, no pueden con la cárcel. Para evitarla o salir de ella son capaces de todo. No hay lealtad que para ellos valga, y menos cuando la justicia les tiende un puente hacia la libertad.
No son presos de conciencia ni perseguidos políticos. No los sostienen sus principios, ideales y convicciones, su fidelidad a una causa justa, su bandera. Son solo ex servidores públicos implicados en actos graves de corrupción. Miembros de una banda abandonados y traicionados por sus cómplices y jefes.
Está ampliamente documentado que, en los grandes escándalos de corrupción en el mundo, la justicia suele tener éxito ahí donde testigos protegidos o “colaboradores” —según dicte la legislación correspondiente— han decidido desenmascarar a los jefes del aparato criminal del que formaban parte.
De sobra sabemos las y los mexicanos que los chivos expiatorios no sirven para nada. Que el ritual sexenal de sacrificio de personajes descartables que el régimen neoliberal solía realizar al principio de cada mandato, tenía como propósito legitimar su permanencia en el poder y que como consecuencia los de arriba, sabiéndose a salvo, robaran a su antojo.
A los ex presidentes priistas y panistas y a sus hombres de más confianza los protegía una coraza de impunidad ante la que se estrellaban todos los intentos de hacer justicia en México y combatir la corrupción. Hasta ellos hay que llegar si se busca desterrarla de raíz.
A esos intocables es que ahora —y para que por fin la justicia impere en nuestra tierra— se puede y se debe tocar. Para eso sirve el criterio de oportunidad en el que se establece que, a quien se imputan los delitos, para disminuir las penas o evitar la cárcel, debe señalar a quienes ocupaban cargos más altos en la administración pública.
La cadena de impunidad se rompe así por lo más delgado; la secretaria o el secretario de Estado a sus pares que, en otras secretarías, oficiaron como cómplices y a su jefe, el Presidente de la República.
Ha de proceder la Fiscalía General de la República con la convicción de que, como decía Sócrates en el Diálogo de los Sofistas de Platón, “quien castiga con razón, castiga no por las faltas pasadas sino por las que puedan sobrevenir, para que el culpable no reincida y su ejemplo sirva de ejemplo a los demás”.
A fuego lento se cuece, cuando se hace así, la justicia. En vano la derecha conservadora, en su desesperación, esparce fake news y satura los medios con filtraciones para curarse en salud. A lo de Lozoya no se le ha dado ni se le dará carpetazo. Vendrá Robles con lo suyo y luego otros, deberán sus dedos apuntar hacia arriba, hacia Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto.
@epigmenioibarra
Fuente: Milenio