Por Pedro Miguel
Podrán capturar a José Luis Abarca, alcalde de Iguala con licencia (para fugarse), defenestrar al (todavía) gobernador Angel Aguirre Rivero y presentar a los medios a tres o cuatro capos de esa pequeña célula criminal que ha sido lanzada a la fama súbita –Guerreros unidos–, pero esta vez no va a resultarle tan fácil al régimen presentar sus medidas de control de daños como actos de justicia y soluciones de fondo. A 23 días de ocurridos los asesinatos y las desapariciones de estudiantes normalistas en esa ciudad guerrerense ya nadie cree que el gobierno no haya sido capaz de dilucidar el paradero de los secuestrados y se da por hecho que el peñato oculta la verdad de lo ocurrido con propósitos de especulación política. Si los organismos de seguridad del Estado conocen el paradero de los estudiantes levantados por la policía municipal ausente y no lo dicen, ello es prueba de una perversión mayúscula del poder; si no lo saben, es inevitable concluir que su ineptitud es plenamente disfuncional y ajena a cualquier cosa que pueda llamarse gobierno.
Pero además hay datos que indican en forma inequívoca la responsabilidad –al menos por omisión– del Ejecutivo federal en las atrocidades perpetradas en Iguala contra los muchachos de la Normal de Ayotzinapa: René Bejarano informó al procurador Jesús Murillo Karam de los antecedentes criminales de Abarca y le pidió que atrajera la investigación por los asesinatos de tres activistas en mayo de 2013 y pidió a Miguel Angel Osorio Chong, que el Cisen investigara la penetración de la delincuencia organizada en el municipio; el obispo de Saltillo, Raúl Vera, realizó una gestión similar y, sin embargo, los funcionarios peñistas no movieron un dedo.
Quién sabe si esos y otros funcionarios consideraron que el caso no ameritaba su intervención, si no querían hacer olas alrededor del Pacto por México o si se guardaron los datos con la intención de usarlos posteriormente a conveniencia como munición para ataques políticos. El hecho es que ratificaron la inoperancia gubernamental y que hoy las dependencias encabezadas por ambos –la Procuraduría General de la República y la Secretaría de Gobernación– carecen de la credibilidad necesaria tanto para llevar a buen término la investigación sobre la barbarie del 26 y 27 de septiembre como para gestionar una salida a la crisis institucional en Guerrero.
En lo formal, la inoperancia del régimen puede ilustrarse con el discurso pronunciado ayer por Enrique Peña Nieto en Veracruz: seguiremos trabajando para que, junto con los gobiernos locales, pongamos orden y evitemos que el crimen organizado se infiltre en las instituciones. Habría estado buena la frase si alguien la hubiera pronunciado, digamos, en 1984, pero hoy en día, cuando las instituciones están plenamente infiltradas por la delincuencia organizada, y cuando ese fenómeno ha dejado decenas de miles de muertos, desaparecidos y familias destruidas, la enunciación del propósito equivale a decir impediremos la secesión de Texas.
Lo que ocurre en Iguala y en los otros 12 municipios de Guerrero y el Edomex intervenidos por la Policía Federal y el ejército se replica en centenares de localidades de esas (¿de veras el problema mexiquense sólo es en Ixtapan de la Sal?) y de otras entidades (Morelos, Veracruz, Tamaulipas, Michoacán, Chihuahua, Durango, Sinaloa, por citar sólo algunas) y, aun suponiendo que el despliegue de fuerzas federales fuera solución y no complicación, no existen las suficientes para restablecer la seguridad pública en el territorio nacional.
Pero la crisis no es policial sino institucional. La causa de la violencia es el patrón de despojo y rapiña que tiene a su servicio al propio gobierno federal y que no sólo se expresa en el descontrol de subordinados como el antiguo mandamás de Iguala sino, sobre todo, en la implantación de una casta de funcionarios de todos los niveles que ha hecho su modus vivendicon la venta de lo que no es suyo –recursos naturales, propiedades del Estado, plazas explotables, administración de la justicia vidas humanas– y que de esa forma ha llegado a colocar al régimen del que se beneficia en una crisis terminal.
Los indignantes sucesos de Iguala y la no menos exasperante inoperancia gubernamental subsecuente pueden ser, o no, el principio del fin, pero constituyen una oportunidad más, tal vez la última, para que quienes detentan el poder emprendan, de una vez por todas, una revisión honesta y a fondo de sus propias responsabilidades. Si ellos no lo hacen ahora, más temprano que tarde la sociedad misma tomará en sus manos esa tarea.
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Fuente: La Jornada