Criados en el infierno: el estrés postraumático en niños de Juárez

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Por Nathaniel Janowitz

— Hi my name is David — dijo con sarcasmo un pequeño niño mientras sus amigos celebraban el chiste. Luego agregó: “motherfucker“. Más risas.

David tiene nueve años, una playera rota y el pelo a rape; además está creciendo en uno de los barrios más peligrosos de Ciudad Juárez, la ciudad fronteriza al norte de México que durante tres años consecutivos — de 2008 a 2010 — obtuvo el infausto título de “la metrópolis más violenta en el mundo”.

Cuando comenzamos a hablar sobre lo que sucede en su barrio, la facha de chico rudo se desvaneció. — La vida es “dura”. Me siento ‘mal’ cuando veo lo que pasa — dijo él.

— ¿Cómo qué? — pregunté.

— Como cuando mataron a mi padre —respondió sin pensarlo dos veces. David contó que vio cómo le disparaban a su padre cuando éste se dirigía al trabajo, y que nunca supo por qué.

— No puedo dejar de pensar en eso — continuó diciendo —. ¿Por qué lo mataron?

Pero para David, lo peor viene cuando duerme. Al menos dos noches por semana tiene pesadillas con personas asesinadas. Después despierta asustado, bañado en sudor y triste; síntomas característicos del trastorno por estrés postraumático.

— Deseo una vida nueva y diferente, donde pueda vivir con mi familia, con mi papá — dijo con tranquilidad —. Cuando crezca no quiero estar triste, quiero ser futbolista.

Juárez se ha convertido en una ciudad con cicatrices, aún aturdida por la sangrienta lucha entre los cárteles rivales de drogas, quienes llenaron de cuerpos las calles del 2007 al 2012. Durante 2010, el año más sangriento del periodo, Juárez registraba alrededor de ocho asesinatos por día.

Después de tres años consecutivos considerada como la ciudad más violenta del mundo — seguida de otro más en el notable segundo puesto — Juárez finalmente salió del top 10 en 2012. Mientras el gobierno asegura que este descenso se produjo debido al éxito en su estrategia de seguridad, otros argumentan que el verdadero responsable de esta situación es el ‘Chapo’ Guzmán, cabeza del Cártel de Sinaloa, quien en la lucha por controlar las rutas de distribución, se impuso a su némesis, el Cártel de Juárez.

Pero aun cuando la violencia ha disminuido, los habitantes de Juárez siguen bajo sus efectos.

‘La vida es dura. Me siento mal cuando veo lo que pasa… Como cuando mataron a mi padre’.

“Tenemos muchos niños muy dañados, resentidos, enojados, y ahora hay jóvenes cometiendo crímenes de alto impacto”, comentó José Luis Flores, director de La Red por los derechos de la infancia en Ciudad Juárez A. C. “Es el comienzo de una generación entera con estrés postraumático la cual aún no ha sido atendida”.

Los cálculos arrojan cifras escandalosas: 14.000 huérfanos en la ciudad y alrededor de 200.000 niños que crecieron durante la cúspide de la violencia, muchos de los cuales atestiguaron los asesinatos de familiares, amigos y extraños.

“Durante la guerra del narcotráfico [los ciudadanos de Juárez]fueron traumatizados constantemente”, comentó Kathleen O´Connor, profesora asistente en la Escuela de Enfermería de la Universidad de El Paso Texas, (UTEP). “Ellos tenían que correr entre los tiroteos y cuerpos en la calle. Todos temían salir de casa”.

La doctora O´Connor, publicó cuatro trabajos que hablan sobre el estudio del estrés postraumático en los habitantes de Juárez, sin embargo, hasta donde sabe, nadie ha estudiado todavía los efectos que aquejan a los niños.

En su publicación, fijó la frase “narcotrauma” para explicar los problemas de salud mental causados por la guerra del narco. Mientras realizaba su investigación, escuchó hórridas historias de asesinatos, tortura, extorsión, secuestro y desaparecidos.

O’Connor explica que a menudo el TEPT es provocado por una reacción ante un acontecimiento traumático, sin embargo, en una situación tan compleja como una guerra, el daño resulta más profundo. Debido a los múltiples traumas a los que la población ha sido sometida durante largos periodos de tiempo, el trauma termina por volverse un mal crónico.

“En caso de nos ser atendidos, los niños que hayan sufrido algún trauma albergarán una serie de problemas cuando sean adultos. Y, básicamente, el gobierno no hace nada en estos casos”, dijo ella.

La colonia Felipe Ángeles al atardecer. Imagen por Jorge Cuevas/VICE News.

El Paso está separado de Juárez por una reja, un pequeño río, y algunos puentes. Es curioso: regularmente la ciudad tejana está considerada como una de las más seguras de Estados Unidos. Dos mundos en apariencia similares y al mismo tiempo tan distintos, casi opuestos, apenas partidos por una malla de metal. Desde la ventana de su oficina, la doctora O´Connor alcanza a ver el peligroso barrio Felipe Ángeles, donde vive el pequeño David.

Felipe Ángeles se encuentra en el oeste de Juárez, al límite de la ciudad. Del otro lado, justo frente a los caminos de terracería y las casas de lámina que atraviesan el barrio de David, se alza el moderno campus de la UTEP; una metáfora concreta de la gran diferencia entre las oportunidades que existen de ambos lados de la malla.

Durante mi visita al centro Felipe Ángeles, conocí también a cuatro chicas preadolescentes. Estaban sentadas alrededor de una mesa de cemento.

— Pues, no, pero ¿qué puedo hacer? — respondió Diana, de doce años, cuando le pregunté si le gustaba su vecindario.

Fue la única de las cuatro que intentó contar cómo era la vida en la periferia de Juárez. Las niñas mencionaron la historia de un hombre asesinado frente a ellas, cuando iban en primaria. Aquella muerte sigue grabada en sus mentes, sin remedio.

— Yo vi poco — dijo Diana, cambiando de tema.

Ese no fue el único acontecimiento que afectó la vida de Diana durante los días de guerra. Cuando tenía siete, alguien asesinó a su padre. Tampoco sabe por qué.

—Todo el tiempo tengo miedo. Me siento insegura. Cada momento, incluso mientras camino por la calle, temo que alguien pueda secuestrarme —dijo Diana.

‘Tenemos muchos niños muy dañados, resentidos, enojados’.

Junto a ella estaba Daniela, la encargada del centro Felipe Ángeles. Daniela trabaja para la OPI, una organización independiente sin fines de lucro adentrada en los centros recreativos de los vecindarios peligrosos alrededor de la ciudad. Allí, día con día, Daniela organiza actividades con los niños, intenta proveerles un espacio donde puedan divertirse y así mantenerlos fuera de las calles. Algunos días cantan, otros hacen arte; cualquier cosa positiva que pueda realizarse con bajo presupuesto.

Sin embargo, todos los días Daniela es testigo de las cicatrices talladas en los gestos de los chicos: “lo veo en ellos: reflejan la violencia que ha pasado por aquí. Llevan consigo las consecuencias de todo lo que ocurrió”.

Daniela tiene veintidós años. Su adolescencia transcurrió mientras la guerra estaba en el peor momento. Secuestraron a uno de sus primos y tuvo amigos que fueron asesinados. La guerra también dejó marcas en ella.

“Ahora salgo un poco más, antes nunca, ni siquiera iba a fiestas. Pasé mi adolescencia encerrada a causa de la violencia”, me contó Daniela, replegando los ojos. Las chicas que viven por aquí miran con tristeza, sin esperanzas. “Ni siquiera iba al cine por temor a que me secuestraran o me mataran”.

Incluso antes de la oleada de homicidios a causa del narco, la ciudad ya tenía una reputación siniestra por otra razón: en los 90, Juárez se convirtió en la capital mundial del feminicidio. Las mujeres desaparecían sin dejar rastro.

Aún así, el gobierno ha intentado restarle importancia a la desaparición y asesinato de cientos de mujeres en la ciudad. Durante su primera visita presidencial a Juárez en enero de 2015, Enrique Peña Nieto y el gobernador del estado de Chihuahua, César Duarte, la promocionaron como caso de éxito en la lucha contra el crimen organizado.

“El rostro que tiene hoy, particularmente Ciudad Juárez y otras ciudades, es otro, muy distinto al que se tenían apenas hace dos o tres años”, dijo Peña Nieto, después de enlistar a detalle las estadísticas que avalan, según él, la disminución en la tasa de homicidios en el país.

Sin embargo, meses más tarde, la situación de los niños de Juárez se convirtió en noticia de primera plana, cuando cinco de ellos, de entre 12 a 15, ataron a otro niño de seis mientras jugaban al “secuestro”. Después de eso, torturaron y asesinaron al pequeño.

Al mismo tiempo, la tasa de homicidios de México volvió a aumentar drásticamente a finales de 2015. “La parte oficial insiste en que no ocurrió nada en Juárez”, me contó Catalina Castillo, directora de la OPI. “No quieren batallar con los corazones rotos de nuestros niños”.

Según Catalina, el gobierno se resiste a lidiar con los menores afectados por la violencia que ha generado el narcotráfico. El presupuesto asignado, en consecuencia, es ridículo.

A causa de esto, la OPI ha desarrollado un programa a través de la educación y el arte que tiene como objetivo aumentar su autoestima y proporcionarles herramientas adecuadas para enfrentar las situaciones traumáticas que hayan experimentado.

Está por anochecer y el centro recreativo Felipe Ángeles cerrará pronto. Alejandro, de 11 años, espera sentado en una de las bancas de cemento que rodean el modesto edificio, mientras los últimos rayos de sol encienden con su luz naranja, moribunda, la Sierra de los Mansos.

— Mi padre falleció. Bueno, estaba rumbo al trabajo, cuando un coche se acercó y le disparó a la camioneta en la que iba. Tenía seis años y aquella no fue la primera ni la última vez que Alejandro vio morir a alguien. Me siento mal, triste. Pienso en eso todo el tiempo — continuó —. Aparece en mi sueño todas las noches.

— ¿Con qué más sueñas?

— Peleas, disparos. Nada más — contestó Alejandro. Luego se quedó mirando hacia ningún lado mientras la oscuridad se propagaba por las calles de Juárez. Las lámparas del alumbrado público fueron encendiéndose poco a poco.

Fuente” VICE NEWS

Este reportaje apareció originalmente en la edición mexicana de la revista VICE, Junio/Julio.

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