Contra el mega-aeropuerto

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Por Javier Sicilia y Jean Robert*

En solidaridad con los defensores de su terruño.

En la zona metropolitana del oriente del Estado de México se observa, como en muchas otras regiones del país, una contradicción dramática entre dos prácticas, dos formas de considerar la vida, dos imaginarios. Por un lado, comunidades que, en la medida de sus posibilidades, quieren seguir definiéndose como campesinas, porque esa condición corresponde a su sensibilidad, su cultura, su “cosmovisión”, su historia encarnada en un territorio. Por el otro, una profusión de infraestructuras de vialidad y de proyectos de viviendas destinadas a personas ajenas a los pueblos de la zona: manipulaciones de la población y verdaderas deportaciones planificadas.

Por un lado, un proyecto cultural de fidelidad a tradiciones milenarias, de la que dan testimonio los nombres en lengua náhuatl de casi todos los pueblos: Huexotla, Tequexquináhuac, Ixayoc, Xochimanca, Tlaminca, Tecuanulco, Amanalco, Atenco, Nexquipayac… Por el otro, una febrilidad modernizadora con los inevitables elefantes blancos, las obras a medio acabar y los terrenos que fueron de cultivo en proceso de fraccionamiento. Esta febrilidad desarrollista aniquila patrimonios históricos, arqueológicos y ambientales, afecta territorios comunitarios con el establecimiento de rellenos sanitarios y de un tiradero de desechos nucleares, y al saquear el agua de las comunidades, niega las comprobadas capacidades de gestión comunitaria del agua amenazando a sus defensores con nuevas formas de represión.

Tales conflictos, latentes desde hace decenios y puestos en evidencia a partir del levantamiento del EZLN y la emergencia de los pueblos indios, se volvieron a agudizar después de que el gobierno federal anunció que retomaba el proyecto foxiano de construir un mega-aeropuerto sobre las mencionadas tierras de vocación campesina.

Nosotros no somos campesinos y no nos sentimos amenazados en nuestro modo de vida como ellos. Pero somos conscientes de que la ciudad a la que han apostado el gobierno y la economía moderna, esa ciudad proyectada desde “arriba”, es una aglomeración ilimitada que depende por entero del petróleo e incrementa continuamente esta dependencia. Entendemos también que la ciudad vivida “abajo” es un tejido vivo de relaciones de soporte mutuo entre vecinos, de solidaridades y luchas por el reconocimiento del modo de vida propio que está en su ancestral forma de ser. Las grandes ciudades creadas por las culturas mesoamericanas nunca postularon la contradicción entre ciudad y campo –urbs y ager– que caracteriza a las culturas europeas. Durante siglos –el periodo prehispánico y colonial– esta facilidad de tránsito entre la ciudad y el campo fomentó la independencia alimentaria de las ciudades: México tenía sus hortalizas y sus cultivadores, y la zona lacustre y campesina de Texcoco, sus centros urbanos.

La modernidad, sin embargo, en su empeño por destruir el campo y la autosubsistencia alimentaria en nombre del desarrollo, ha creado una espantosa tensión entre esos dos mundos, tensión que se ha vuelto más aguda con el empecinamiento gubernamental de revivir el proyecto del mega-aeropuerto.

Según las declaraciones oficiales, de hacerse realidad dicho aeropuerto daría, para 2060, servicio a 120 millones de pasajeros cada año y ocuparía una superficie de 4 mil 400 hectáreas, contra las 700 que ocupa la Terminal 1 del aeropuerto actual. Durante la primera fase del proyecto se invertirían 169 mil millones de pesos, de los cuales 27 mil millones serían destinados a las mitigaciones de daños ecológicos colaterales.

Esta danza de los miles de millones de pesos, la inmensidad de las áreas cubiertas de cemento o transformadas en parques temáticos para seducir turistas e inversionistas, así como la intensificación de nuestra dependencia del petróleo, en una época en la que el país empieza a importarlo, debe darnos pavor. Pero mucho más pavor debería ocasionarnos el hecho de que tal obra en esa región lacustre es un decreto de muerte para una cultura campesina y urbana milenaria con capacidad de refuncionalizarse, sin traicionarse, atada a formas tradicionales y eficientes de cultivo, y abierta críticamente a técnicas modernas como los invernaderos.

Aun si el sueño megalómano del gobierno no se realizara, su mero anuncio ya empezó a transformar los usos del suelo y los precios prediales en la región de una forma que amenaza con expulsar a sus habitantes tradicionales y más legítimos, herederos de la horticultura urbana nahua. Si ciudadanos urbanos y campesinos queremos seguir llamándonos conciudadanos, tenemos que detener esta destrucción de una gran cultura productora de alimentos y fomentar asociaciones de soporte mutuo entre quienes los cultivan y quienes los comemos.

De lo contrario, no sólo nuestra dependencia alimentaria irá en aumento junto con la destrucción ecológica de los megaproyectos impulsados por las reformas estructurales, sino que el crimen que nos asuela crecerá de manera más brutal. Hay una estrecha relación entre esa lógica depredadora del desarrollo y la depredación del crimen organizado. Ambas se retroalimentan en una espiral descendente en la que los seres y la tierra son sacrificados en pos de la megalomanía de arriba.

Además opinamos que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés; detener la guerra; liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas, a Nestora Salgado, a Mario Luna y a todos los presos políticos; hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, y boicotear las elecciones.

* El presente artículo fue escrito conjuntamente con Jean Robert, quien se ha concentrado en la defensa de los territorios de la zona oriente del Estado de México contra el aeropuerto, y siempre ha estado al servicio de los otros.

Fuente: Proceso

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