“No extrañéis dulces amigos,
que esté mi frente arrugada:
yo vivo en paz con los hombres
y en guerra con mis entrañas”
Antonio Machado
Por Epigmenio Ibarra
Aunque hace años que no piso un frente de guerra aún llevo tatuado en la piel el miedo y el horror de la batalla. Vi demasiados muertos, escuché demasiados lamentos elevarse, impotentes, al cielo.
Aún llevo impregnado el olor almizclado de la muerte, mezclado con el del sudor, el aceite para limpiar el fusil y la pólvora quemada.
Maldigo, porque he vivido la guerra, a aquellos megalómanos o a aquellos individuos banales a quien se les hace fácil mandar a otros, desde sus oficinas blindadas y rodeados por sus guardias pretorianas, a matar y a morir.
Quiero la paz para mi patria sobre todas las cosas y sé que ésta solo puede ser fruto de la justicia. Quien a punta de fusil, prometiendo mano dura, pretende imponerla miente y arrastra a su país a la muerte.
Hace 13 años a Felipe Calderón se le hizo fácil ordenar el despliegue masivo de tropas y la aniquilación de los narcotraficantes sin considerar siquiera la capacidad de reposición de bajas de su enemigo, la amplitud de su base social, su capacidad logística y financiera.
Se veía a sí mismo (remedo de Francisco Franco) como el caudillo, como el iluminado que dirigía una santa cruzada para salvar a un México que se imaginaba (entonces y aún hoy) unido en torno suyo.
General de pacotilla, al fin y al cabo, Calderón no consideró la ley de proporcionalidad de medios. El narco se vio obligado a responder al enorme poder de fuego del Ejército y a su letalidad. Contestó con un poder de fuego y una letalidad criminal similares. Washington proveyó a ambos armas y doctrina: la población civil sufrió las consecuencias.
Enrique Peña Nieto, en el colmo de la banalidad, cambió solo la narrativa, pactó con los medios un silencio ominoso y continuó la masacre.
Hoy las fuerzas armadas cambiaron por fin de mando y dirección. López Obrador, un hombre que recibió en las urnas el mandato inequívoco de construir la paz, es su comandante supremo.
Cambió su misión, que ya no es hacer la guerra sino contribuir a la pacificación del país, y cambió su doctrina pues ya no buscan la aniquilación del “enemigo” sino prestar seguridad a la población.
Con la desaparición del Estado Mayor Presidencial, cuya tarea primordial era secuestrar al Presidente y la secundaria cuidarlo, el paso a primera línea de los servicios en sustitución de las fuerzas de combate y la suspensión de las misiones de los helicópteros artillados, cambió también su orden de batalla.
Sin embargo, la transformación más profunda está ligada al cambio en la composición de la fuerza que supone la creación de la Guardia Nacional.
El proceso obligado de depuración de la Policía Federal (que, paradójicamente, su amotinamiento aceleró); el cambio en la formación de soldados y marinos que se integren al nuevo cuerpo, y sobre todo el reclutamiento de los 50 mil nuevos integrantes hacen a mi juicio que la Guardia se transforme en el pivote de la desmilitarización del país.
Las reglas han cambiado. El crimen organizado y el viejo régimen han incrementado exponencialmente la violencia pero el primer paso se ha dado: el Estado mexicano no está en guerra y no cae en provocaciones. Faltan la justicia y el bienestar para que la paz se dé. De eso se trata la Cuarta Transformación.
Fuente: Milenio