Como era de esperarse, se volvieron locos. Terminó de enfermarles la letal combinación entre el odio y la envidia que les atormenta. Encabronadísimos, saturaron la red y los espacios informativos con burlas, insultos escatológicos, violentas descalificaciones y condenas.
Unidos por la rabia y por la miseria argumental, reaccionaron de igual manera desde el más lépero de los fanáticos de la derecha conservadora hasta el más sofisticado de los intelectuales y columnistas que la sirven.
Que Andrés Manuel López Obrador llamara al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas a echar -parafraseando a José Martí- su suerte con los pobres de la Tierra les pareció vergonzoso, intolerable.
Vergonzoso es, por el contrario, que sigan diciendo que las urgentes e impostergables acciones de justicia social que implica esta apuesta por los pobres son sólo “limosnas”, “ocurrencias provincianas”, “medidas populistas”.
Intolerable es que su ceguera ideológica, su apego irrestricto al dogma neoliberal, les impida ver la más grave de las amenazas que sobre la paz mundial se cierne.
Criminal y suicida de su parte es no darse cuenta de que nunca en la historia de la humanidad tanta riqueza había sido concentrada en tan pocas manos, generando tanta y tan profunda desigualdad y convirtiendo así al planeta entero en una bomba de tiempo.
Creen que la paz puede construirse a punta de fusil; quieren seguridad, como si pudieran obtenerla sólo para ellos, pero no están dispuestos a atacar las causas de la violencia y se limitan a combatir -sin perspectiva alguna de victoria- las consecuencias de esa violencia.
750 millones de personas viven con menos de dos dólares al día. Otros muchos millones más, en todo el planeta, viven con ingresos apenas por encima de esa cifra. Esta pobreza abismal es esencialmente, y debemos reconocerlo, causada por la corrupción.
En todo el orbe las grandes potencias, las élites, los poderes transnacionales, los gobernantes corruptos, en su afán desmedido por acumular riquezas han tensado irresponsablemente la cuerda.
Hoy, “el modelo neoliberal que socializa pérdidas, privatiza ganancias y alienta el saqueo de los recursos naturales y de los bienes de pueblos y naciones” ha exacerbado y extendido, a niveles extremadamente peligrosos, el malestar social.
Plantear, en el seno mismo del Consejo de Seguridad en el que se han fraguado tantas guerras y a punta de vetos de las potencias se han validado tantas infamias, que hay que actuar de inmediato y radicalmente, a nivel global, contra la pobreza y la corrupción puede ser una osadía, pero no una insensatez. “El derecho a una vida libre de temores y miserias es -como decía Franklin Delano Roosevelt- el más sólido fundamento de la seguridad para todas las sociedades y los Estados”.
Yo, como muchas y muchos periodistas que han cubierto guerras y conflictos, le debo la vida a la acción de las Naciones Unidas, a los funcionarios que llevaron a buen puerto las negociaciones de paz en El Salvador, a los Cascos Azules que eran la última esperanza de salvación en Sarajevo.
Que el Consejo de Seguridad -lo más parecido a un gobierno mundial- se convierta en ariete contra la corrupción y en el “más noble benefactor de los pobres de la Tierra”, que “eche su suerte con ellos” y asuma el “Plan de fraternidad y bienestar” que propone López Obrador es, me parece, la vía de salvación para todas y todos; incluso para aquellos que hoy, en este país, están tan encabronados.
@epigmenioibarra