Por Jorge Zepeda Patterson
Tenemos un problema cuando el ejército está más dispuesto a revisar las violaciones de los soldados a los derechos humanos que la Comisión Nacional de Derechos Humanos. Lo que ha sucedido con el caso de Tlatlaya revela hasta que punto la CNDH es un instrumento diseñado para bloquear, por la vía de la negación o la burocratización los excesos del Estado en contra de los ciudadanos.
Repasemos brevemente lo que sucedió en Tlatlaya. El pasado 30 de junio elementos del ejército mexicano mataron a 22 presuntos delincuentes (21 hombres y una mujer menor de edad) en una bodega ubicada a un kilómetro de la comunidad rural de San Pedro Limón, en el municipio de Tlatlaya, Estado de México, casi en el límite con Guerrero. La versión oficial, emitida ese mismo día por la Secretaria de la Defensa Nacional (Sedena), señaló que los delincuentes atacaron primero a los militares que patrullaban la zona, que hubo un enfrentamiento entre ambos bandos y que los miembros del ejército mataron a todos. Incluso el Gobernador del Estado de México, Eruviel Ávila, dijo el 1 de julio que “el ejército en legítima defensa abatió a los delincuentes”.
Dos meses más tarde, Julia (quien pidió mantener su verdadero nombre en secreto por temor a represalias) un testigo presencial del suceso entrevistada por Esquire, dijo que fueron los soldados quienes dispararon primero y que los presuntos delincuentes respondieron, que sólo uno de los jóvenes murió en el enfrentamiento y que los demás se rindieron. En las horas siguientes, afirma Julia, los soldados interrogaron a los 21 supervivientes y luego los mataron:
“Ellos (los soldados) decían que se rindieran y los muchachos decían que les perdonaran la vida. Entonces (los soldados) dijeron ‘¿no que muy machitos, hijos de su puta madre? ¿No que muy machitos?’.
El enfrentamiento previo dejó al menos dos heridos, dice Julia. Eran una muchacha y un muchacho. El comunicado de la Sedena no informa sobre ningún presunto delincuente herido en la refriega, sólo que todos murieron en el intercambio de disparos. La joven era Erika Gómez González, de 15 años, quien recibió un balazo en la pierna y quedó tirada en el suelo, de acuerdo con Julia. La testigo afirma que minutos más tarde los soldados la remataron: “La mataron ahí mismo y también al muchacho que estaba al lado de ella. A él lo pararon de este lado y lo mataron, después se pusieron los guantes y lo volvieron a acomodar como estaba. Se pusieron guantes para agarrarlo. Lo pararon y lo mataron. Con ella hicieron lo mismo. A ella no la pararon porque no podía caminar”.
Las autoridades negaron la versión de esta mujer, pero el sentido común parecía respaldarla. El hecho de que todos los delincuentes hubieran muerto en el enfrentamiento (sin que ninguno quedara herido) y que ningún soldado hubiese salido lastimado, sugería en efecto una ejecución sumaria. Los balazos exclusivamente en pecho y espalda en la gran mayoría de los cadáveres y la sangre en las paredes constituyen rasgos inequívocos de un fusilamiento.
La primera reacción de la Sedena fue negar el hecho, pero organizaciones de derechos humanos y medios de comunicación críticos evidenciaron la necesidad de una investigación. De inmediato el titular de la CNDH, Raúl Plascencia, explicó que habría un informe para fines de octubre pero salió en defensa de la autoridad anticipando que la versión del ejército podía ser correcta, pese a toda la evidencia en su contra. Como tantas otras veces en el pasado, Plascencia operaba como Ombudsman de la clase política, no de los ciudadanos.
Finalmente fue necesario que organizaciones internacionales como Human Rights Watch y Amnistía Internacional denunciaran el hecho y pusieran en duda la versión oficial para que, finalmente, hace unos días la Sedena pusiera bajo arresto a ocho elementos que participaron en la matanza.
Nunca como ahora quedó en evidencia la necesidad de un cambio radical en la CNDH. No es posible que sean las organizaciones internacionales las que en última instancia obliguen a las autoridades a responder por sus excesos. Sobre todo porque cada año nos gastamos 1,400 millones de pesos en una institución que, se supone, tendría que cumplir tales funciones. La Comisión Nacional de Derechos Humanos nació a principios de los años noventa, dentro de la ola fundacional de instituciones protodemocráticas, resultado de la presión de la opinión pública. Un IFE ciudadano, comités reguladores, fiscalías especiales.
Al correr del tiempo buena parte de este incipiente tejido institucional ha sido reabsorbido por el poder. El INE es controlado por los partidos, y la mayor parte de los organismos autónomos son castrados mediante el simple expediente de colocar a un titular dócil o, de plano, cómplice de la autoridad.
Tal es el caso de Plascencia, un hombre del sistema y para el sistema. Bajo su tutela la CNDH se ha convertido mucho más en un obstáculo que en un recurso a favor de los derechos humanos. Ahora intenta que el Senado lo reelija por otros cinco años. A menos que los ciudadanos lo impidamos.
@jorgezepedap
Fuente: Sin Embargo