Por Luis Linares Zapata
El espacio comunicacional del país es un caldero de emociones, infundios, temores y luchas por la prevalencia de específicas posturas y creencias. La belicosidad se siente a cuero limpio y los egos se agigantan. Tal parece que no hay forma de convivencia ni acuerdos, sólo permanece un ríspido y destructivo ambiente de confrontación. El impertinente discurso de un general en retiro, (C. Gaytán) da pie a un torrente de alegatos y exámenes entre líneas que a poco conduce.
Es esperable que los cerca de 500 otros generales, presentes en el evento, no concuerden y menos respalden los dichos del personaje central de esta que fue una pequeña historia de preconcepciones y sentires grupales. Cierto que, desde tiempo casi inmemorial, ningún militar de rango se permitía tales desvaríos. Como tampoco, las sibilinas palabras pronunciadas, se deban situar en niveles de alertas y peligros de inminente gravedad.
Fueron quizá los ánimos previos, ya caldeados por otras álgidas disputas. O por el contagio anexado a las trifulcas de varias sociedades latinoamericanas. O sea por el escaso crecimiento económico interno pero, sobre todo, por la serie de cambios sociopolíticos, inducidos a partir de la voluntad electoral, parece que mucho se ha trasmutado en consecuencia. Es factible que, todo lo anterior dicho, haya actuado, a la manera de un caldo de cultivo, para propiciar un desacuerdo mayor. El caso es que, ahora, numerosos actores de la escena pública se han enredado en la intensa polémica que padecen muchos mexicanos.
La misma intervención presidencial metió candela al asunto. Bien se sabe que la palabra desgranada desde Palacio Nacional conlleva un tono y una sonoridad especiales. Más todavía cuando se mencionan conceptos cargados de grávidas consecuencias como el de golpe de Estado. La factible intención presidencial al mencionar tal concepto bien pudo haber sido preventiva. No por cuanto pudiera suceder, sino para dar adecuada salida a una especulación, ya encauzada desde varios espacios y voces. Especulación que mucho tiene de inaceptable bajo cualquier forma de análisis de la realidad actual.
Esto lo saben, y lo saben a ciencia cierta, la mayoría de los habitantes de este país. Aún considerando los indeseables niveles de violencia criminal; las rampantes injusticias y apañes documentados; las desavenencias entre grupos de intereses creados o, incluso, los cotidianos pleitos partidistas, la vida institucional del país camina por rumbos diversos y alejados del tan sonoro golpe de Estado.
Enmarañar el ambiente con estos tronantes alegatos no desembocará en aspectos constructivos para la convivencia. De seguro contraerá pérdidas seguras de energías indispensables para el trabajo que a todos espera cada día. Es deseable que el discurso del general no revele, ni cercanamente, ese tipo de ambiente institucional descrito por uno de sus miembros ya en retiro.
De manera coincidente, que mucho tiene de planeada, aparece una publicación, que reúne opiniones de autores diversos, a la que titulan El naufragio de México. Se refieren, en dado caso, al gobierno actual y no al país que, seguramente seguirá a flote. El sesgo que, al menos uno de sus participantes quiere dar en su trabajo, es asunto hoy en boga: el neoliberalismo de AMLO. Y esto se enmarca en la rebelión chilena contra los nocivos efectos de ese preciso modelo de gobierno. Los intentos, casi desesperados por alivianar la activa crítica masiva de la juventud de aquel país sureño, se da en varios niveles y desde el chasquido de voces autorizadas. En resumen, no aceptan fracaso alguno del modelo en sí, puesto que, presumen, redujo la pobreza: de afectar a 30 por ciento del total a sólo 10 por ciento actual, al tiempo que ha generado aceptable crecimiento económico. Depositan tales críticos severa fe en las opiniones del ex presidente Lagos quien afirma que el descontento en su país es, simplemente, uno de clase media en busca de mejores repartos de los bienes públicos. No admite, tan reconocido personaje, el profundo rechazo a las apremiantes, duras, insoportables condiciones de vida de la mayoría.
Tampoco toca la exigencia popular de un cambio de mayores implicaciones. Los innumerables alegatos pasados de la opinocracia mexicana para elevar el caso chileno a nivel ejemplar, digno de copia instantánea, caen ahora en el vacío por su monstruosa desigualdad exhibida. El carecer de oportunidades para llevar una vida digna, cuando se es parte de la exclusión y la pobreza, es comparable con la angustia de una clase media por el masivo endeudamiento para acceder a bienes como educación, transporte, vivienda, consumo, agua, electricidad, cultura, pensiones o esparcimiento, todos estos satisfactores y derechos, privatizados desde la dictadura pinochetista. Casi todos en manos de empresas extranjeras. Los pocos restantes, indebidamente usufructuados por la rapaz plutocracia cómplice.
Fuente: La Jornada