Decenas de extremistas impiden la entrada de mujeres y niños inmigrantes en un centro de California al que son trasladados ante el hacinamiento en Texas
Pablo Ximénezde Sandoval/ El País
Nadie sabe muy bien cómo surgió. Unos vinieron convocados por las redes sociales, otros por sus contactos locales con el Tea Party y otros al verlo en las noticias. Pero en una localidad del sur de California llamada Murrieta, cerca de San Diego y la frontera con México, unas decenas de activistas de derecha han conseguido crear un problema de primer orden al bloquear la entrada de un centro de detención de la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos, la policía federal que se encarga de aduanas y fronteras. La situación es inédita. Les han impedido, físicamente, hacer su trabajo de llevar y traer inmigrantes detenidos.
Ante la crisis de hacinamiento en centros de detención de Texas de niños indocumentados, sobre todo de Centroamérica (han sido interceptados cerca de 50 mil en lo que va del año y la capacidad de los centros temporales está desbordada), el Gobierno decidió repartir la carga entre otros centros de detención de la policía fronteriza hacia el oeste, en Arizona y California. Los distribuye en grupos de unos pocos cientos. Uno de esos centros es el de Murrieta, en sector 8 de San Diego, que está preparado para albergar unas 200 personas, según el Ayuntamiento, y normalmente acoge traficantes interceptados en las autopistas.
La situación comenzó el pasado martes 1 de julio. Ese día, ante la información de que hasta 140 niños y mujeres habían volado de Texas a San Diego e iban a ingresar en el centro de Murrieta, una manifestación impidió la entrada del autobús que los trasladaba, que tuvo que desviarse hacia otro centro en San Ysidro. Los insultos y los gritos xenófobos mostraron en televisión la peor cara del complicado debate de la inmigración clandestina a EE UU y convirtieron Murrieta en un inesperado centro de peregrinación de extremistas que piden el cierre de las fronteras y la purga de los 11 millones de ilegales.
El 4 de julio, se repitió la situación, esta vez con enfrentamientos entre manifestantes a favor y en contra de los indocumentados. La historia subió un escalón hasta los medios nacionales. Manifestantes y autoridades asumen que los traslados se producen cada 72 horas. Pero el lunes no hubo autobús. La situación ha derivado en una vigilia continua, dominada por la paranoia de que el Gobierno podría intentar hacer el traslado de madrugada.
Bajo un sol de justicia en el descampado en el que se encuentra el centro de detención, todavía una docena de manifestantes aguantaba este martes frente a las oficinas de la policía de fronteras para impedir el acceso de indocumentados, en caso de que llegara a producirse. Algunos habían pasado la noche allí y estaban dispuestos a pasado otra, vigilando que no vuelva el autobús de inmigrantes. En medio de banderas norteamericanas y referencias al derecho a llevar armas, la iconografía antiObama de estos activistas puede llegar a ser muy ingeniosa. Una camiseta lo calificaba de “Barackula” y lo mostraba chupando la sangre a la estatua de la libertad.
“Tenemos un presidente que deja venir a millones de inmigrantes, con sus enfermedades, que no pagan impuestos y quiebran nuestro sistema”, aseguraba Steve George. “Vienen aquí por la beneficencia, no hay otra razón. Deberíamos ir nosotros a México, cruzar la frontera y pedir beneficios sociales allí”. George dice pertenecer a un grupo llamado American Patriots 3%, que se presentan como III, en números romanos. “Los que hicieron la revolución y la ganaron eran el 3% de la población de América”, aclara. Cuando se le recuerda que EE UU es un país de inmigrantes, traza una distinción con estos indocumentados. “Aquellos llegaron a Ellis Island (Nueva York) y después se hicieron ciudadanos. Los que vienen aquí cobran en efectivo y se llevan el dinero a su país. No contribuyen. No hacen las cosas legalmente. Aquí hay oportunidades para todos, pero siempre que vengan legalmente, ¿es mucho pedir?”. George, está jubilado. “Cuando trabajaba, perdí trabajos por culpa de los inmigrantes ilegales”.
En la concentración también estaba Pete Santilli, un locutor de radio que había montado un estudio en su coche con un iPad y retransmitía la protesta 24 horas al día a través de Facebook, enfundado en una camiseta del futbolista Totti, el número 10 del AS Roma. Santilli animaba por radio a acudir a Murrieta a apoyar la protesta, y se quejaba en general de que no hay ninguna garantía de que los indocumentados hayan sido examinados médicamente para saber que no portan enfermedades contagiosas, y de que no se puede saber si tienen un pasado criminal en sus países. “El departamento de policía está roto”, dice Santilli en su show desde la carretera.
Siguiendo la lógica de un envío de inmigrantes cada tres días, el mismo locutor aseguraba el miércoles por la mañana que el jueves, cuando en teoría debería llegar una nueva remesa, “las cosas” se iban “a poner feas”, en referencia a posibles enfrentamientos entre manifestantes, “incluso si no aparece el autobús”.
En directo, entrevistaba a Natalie Webb, de 23 años, que se ha acercado con su bebé de ocho meses en brazos para solidarizarse contra los inmigrantes. “No queremos que los traigan aquí”, dice la mujer. “Los tienen en comisaría y luego los dejan libres. El Gobierno no sabe nada de estas personas que deja sueltas. Pueden tener enfermedades o ser criminales en sus países”. El argumento de las enfermedades es repetido por otras mujeres, que no quieren que sus hijos vayan a los colegios públicos junto a esos inmigrantes.
Los manifestantes antiinmigración de Murrieta no se conocen entre ellos. Los más comprometidos suman unas pocas decenas en sus mejores momentos, pero en esta transitada carretera, prácticamente todo coche que pasaba el martes tocaba el claxon en señal de apoyo, o les saludaba y les daba ánimos desde la ventanilla.
Sin embargo Murrieta nunca ha vivido ningún tipo de tensión xenófoba, según los latinos consultados en restaurantes de comida rápida. Ni siquiera es fácil encontrar gente por la calle que sepa exactamente qué está pasando a pocos kilómetros a las afueras. Es un pueblo de 100.000 habitantes del condado de Riverside, cerca de San Diego, que se presenta como un centro de negocios de la zona. “Murrieta, el futuro del Sur de California”, es el lema que se puede ver en todos los carteles del Ayuntamiento. El alcalde, Alan Long, un bombero que es medio mexicano por parte de madre y está casado con una mexicana, se ha visto desbordado por un torbellino político en el que ni siquiera tiene jurisdicción. Trató de reclamar un trato más humano para los inmigrantes y acabó criticado por ambos bandos.
El martes por la noche, sin apenas testigos, el jefe del centro de detención de la Patrulla Fronteriza salió a la carretera para hablar con los manifestantes. El oficial Walter Davenport decidió salir a explicarles a media docena de personas todo lo que quisieran saber sobre las instalaciones. “Salgo ahora que se han ido las televisiones y nadie está actuando para la cámara”, dijo. Se acercó a los irredentos de la protesta que se disponían a pasar la noche y desmontó uno por uno los mitos que nutren el discurso antiinmigración.
Les aseguró que se hacen todos los controles sanitarios pertinentes, que en ningún caso se mezclan inmigrantes con criminales, que tienen medios para conocer la situación de cada uno. También desmintió cualquier rumor de que hubieran trasladado inmigrantes a escondidas y negó la posibilidad de que eso pudiera suceder. Por último, invitó a cualquiera a que visite las instalaciones, como solían hacer grupos de boy scouts y colegios, en cuanto se calmen las cosas y la seguridad lo permita.
Fuente: El País