Por Pedro Miguel
El presidente de Estados Unidos está acorralado. Entre los votantes demócratas cunde el desaliento por la imposibilidad de concretar el radical deslinde de su antecesor que prometió en materia de política social y los republicanos, con el apoyo de jueces cavernarios, han bloqueado el anhelado viraje en disposiciones migratorias. Peor: la Corte Suprema de Justicia amenaza con penalizar el aborto, un desastre del que el presidente no tendría la culpa pero que sería demoledor para el ánimo de quienes lo llevaron al cargo.
La incursión militar de Rusia en Ucrania tomó descolocado a Biden, pues éste se había preparado para un periodo de relaciones duras con Pekín, no con Moscú, y ante la situación ha hecho muy poco, a juicio de los halcones, aunque otros piensan que ha ido demasiado lejos al comprometer 40 mil millones de dólares en armamento y otros apoyos al país invadido, adicionales a los 14 mil millones ya otorgados; la suma es casi 7 por ciento del presupuesto anual de defensa –lo que podría parecer mínimo, pero que equivale al costo de unos 500 aviones de combate F-35 de última generación– y el dinero sólo puede provenir de dos fuentes: deuda adicional o recortes al gasto. Ciertamente, lo de Putin en Ucrania ha exasperado e indignado a la mayoría de los estadunidenses, pero no tanto como para regalarle a Biden una tabla de salvación parecida a la que obtuvo George W. Bush en los atentados del 11 de septiembre. Con toda su atrocidad original, más la que le suma el aparato de propaganda antirrusa, Mariupol no es Manhattan ni representa una ofensa directa a la superpotencia.
El aparato del Partido Demócrata exhibe un progresismo de cartón para tratar de evitar una derrota (o, cuando menos, una derrota muy severa) en los comicios legislativos de noviembre próximo y, por supuesto, para impedir que en 2024 se concrete, incluso sin fraude ni chantajes golpistas, el retorno de Donald Trump a la Casa Blanca, algo que posiblemente ocurra si el actual mandatario no es capaz de mantener cohesionada a la coalición que le dio el triunfo en los comicios de 2020. No es seguro que lo logre.
Si quiere conseguir el momento que su administración no ha tenido en casi año y medio y salir de una situación más bien pantanosa, Biden tiene que dar un golpe de timón en algún lado, introducir un cambio fundamental de orientación en su gobierno y distinguirse no sólo de su más reciente antecesor, sino de todos los que le precedieron en la Casa Blanca. El presidente Andrés Manuel López Obrador acaba de proponerle una salida inapreciable: que emprenda un viraje histórico en la relación de Estados Unidos con América Latina y el Caribe, y asuma que el establecimiento de nuevos vínculos hemisféricos puede ser el fulcro que Washington necesita desesperadamente para remontar su declinación mundial en todos los órdenes, empezando por el económico.
La formación de una comunidad económica continental no es nueva: en 1994 en Miami Bill Clinton abogó por un Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) y la retomó Bush, pero la idea se fue a pique por tres razones principales: el empecinamiento de Washington en desconocer la necesidad de contrarrestar las asimetrías económicas, imponer lógicas neoliberales inadmisibles, reservarse privilegios como la preservación de sus subsidios al campo y excluir a Cuba de la propuesta. En contraposición a ese proyecto, Hugo Chávez convocó a la creación de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA) y en la reunión de noviembre de 2005 en Mar del Plata Néstor Kirchner y Lula le dieron el tiro de gracia al ALCA. Los tiempos habían cambiado.
De entonces a la fecha, Estados Unidos ha sido desplazado por China como origen principal de las inversiones y las obras de infraestructura en la mayor parte de los países australes. Hay que recordar que en noviembre de 2016, mientras el ya electo Donald Trump amenazaba con construir su muro y llevar de regreso a territorio estadunidense las fábricas de México y otros países de la región, Xi Jinping emprendía una gira por Sudamérica y cosechaba acuerdos de libre comercio como quien corta flores en un jardín.
Para Washington, voltear al sur es más necesario y urgente que nunca, pero es claro que si quiere beneficiarse de un acuerdo económico regional debe imprimir un cambio radical en sus usos y costumbres imperiales y resignarse a trabajar y construir entre iguales, sin exclusiones ni pretensiones extraterritoriales. Para lograrlo, Biden tiene ante sí la enorme dificultad de romper lanzas con los sectores más reaccionarios del espectro político estadunidense –que son, a fin de cuentas, los trumpianos irreconciliables–, con el poderoso lobby cubano e incluso prescindir del apoyo de los demócratas más antediluvianos. Lograría, en cambio, un rápido crecimiento de su base de apoyo entre las corrientes progresistas desencantadas que apoyaron su candidatura menos por confianza en él que por miedo a Trump.
A ver qué hace.
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Fuente: La Jornada