Por Abel Barrera Hernández*
Desde lo más recóndito del estado de Guerrero, donde campea la violencia y el poder caciquil mantiene sus reales controlando varias regiones del estado comandadas por los jefes del narcotráfico, las 43 familias que sobreviven del campo han tenido que salir de la Costa Chica, la Montaña y la Zona Centro para emprender una lucha heroica en busca de sus hijos desaparecidos.
En medio de estos territorios ocupados por células criminales que patrullan carreteras y caminos para asegurar el trasiego de la droga, los estudiantes de Ayotzinapa han tenido que sortear muchos momentos difíciles, que los han colocado en el filo de la navaja por defender su derecho a la educación. Desde Francisco Ruiz Massieu, pasando por Rubén Figueroa, René Juárez, Zeferino Torreblanca y Ángel Aguirre Rivero, se ha aplicado de manera sistemática y excesiva el uso de la fuerza como única salida a los conflictos añejos de la normal de Ayotzinapa. El método es reprimir, asesinar y hasta desaparecer a los hijos de campesinos e indígenas. Han cargado a cuestas el estigma de ser un nido de guerrilleros, de catalogarlos como vándalos, rebautizándolos como ayotzinapos para remarcar el racismo que prevalece entre la clase política iletrada contra los estudiantes pobres.
Las corporaciones policiales y el mismo Ejército forman parte de los ejecutores de estas acciones violentas que tienen como móvil destruir un proyecto educativo que ha sido la cuna de la conciencia social entre los guerrerenses.
Tanto los gobernadores, como los secretarios de Gobernación y los presidentes de la República en turno siempre tienen encendido el foco rojo de Ayotzinapa. Es un asunto de Estado, donde el aparato de seguridad es partícipe en la toma de decisiones emprendidas contra los normalistas. Por su combatividad y su persistencia ejemplar en defensa de un modelo educativo vinculado a la justicia social, han logrado articular un movimiento nacional inédito, aglutinado en la Federación de Estudiantes Campesinos Socialistas de México, que han podido mantener las banderas en alto para reivindicar el proyecto educativo de la revolución mexicana.
Las autoridades nunca los han reconocido como actores legítimos y mucho menos les han dado un trato digno como estudiantes normalistas. Más bien la visión autoritaria del poder político es tratarlos con la bota militar al considerarlos como delincuentes y guerrilleros. Una de las formas más eficaces para diezmar la fuerza de las normales es reducir la matrícula en cada ciclo escolar y recortarles el presupuesto.
El casco de la ex hacienda de Ayotzinapa se mantiene incólume por el acero de estos jóvenes que, en medio de las precariedades económicas, mantienen robusto su ideario como normal rural. No podemos ignorar que la mayoría de estos estudiantes aprendieron a escribir y a leer acompañando a sus padres en las siembras del hambre. Tienen conocimientos vastos de cómo se cultiva el maíz y de cómo hay que sobrevivir en el cerro, donde no hay trabajo para obtener un ingreso.
La vigilancia permanente que han tenido los policías y el Ejército contra los estudiantes de Ayotzinapa no fue la excepción la noche del 26 y la madrugada del 27 de septiembre de 2014. Gracias a las investigaciones del GIEI, hoy sabemos que se montó un gran operativo donde participaron varias corporaciones municipales, estales, ministeriales, federales y el mismo Ejército. Atizaron la persecución y propiciaron que la violencia aumentara cuando los estudiantes intentaban salir de Iguala con los autobuses que habían tomado. La tragedia de Iguala develó el rostro ensangrentado de un país sumido en la violencia y atrapado en las redes de la macrocriminalidad. Para el gobierno federal era necesaria crear una versión de los hechos que pudiera minimizar la acción delincuencial de agentes estatales coludidos con el crimen organizado para controlar los daños y amortiguar la responsabilidad de las altas esferas del poder. La verdad histórica se hizo añicos con la supervisión internacional, que ha logrado romper con el caparazón de este sistema anclado en la corrupción, demostrando científicamente que la incineración de los 43 estudiantes en el basurero de Cocula era materialmente imposible.
En la medida que avanzaron las investigaciones del GIEI, del Mecanismo Especial de Seguimiento de la CIDH, de la oficina en México del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos y de la misma Comisión Nacional de los Derechos Humanos, se ha ido derrumbando la versión oficial, y la palabra presidencial ha caído en el descrédito.
La innovadora sentencia dictada por los magistrados del primer tribunal colegiado del décimo noveno circuito con sede en Reynosa, Tamaulipas, que ordenó la creación de una Comisión Especial de Investigación para la Verdad y la Justicia (caso Iguala), es una grieta que daña estructuralmente la narrativa de la verdad histórica. Al mismo tiempo, representa una oportunidad de suma trascendencia en este momento significativo para las madres y padres de familia, que este miércoles 26 recorrerán las principales avenidas de Ciudad de México. Marcharán con un renovado grito de esperanza, con el deseo profundo de alcanzar la verdad y acariciar la justicia.
El encuentro con el presidente electo Andrés Manuel López Obrador condensa la multiplicidad de luchas que a lo largo y ancho de nuestro país han dado miles de familias para que se acabe esta pesadilla. En un movimiento ejemplar que coloca a las víctimas de la violencia en el centro de la acción política del Estado, que hacen resplandecer la verdad en este México que a todos y todas nos duele. En este cuarto aniversario Ayotzinapa vive en el corazón de la patria.
* Abel Barrera Hernández. Director del Centro de Derechos Humanos Tlachinollan.
Fuente: La Jornada