Por Marco Appel
Wikileaks lo había advertido días antes y finalmente sucedió el pasado 11 de abril: el gobierno ecuatoriano de Lenin Moreno “invitó” a la policía británica a entrar a su embajada en Londres para sacar por la fuerza a Julian Assange y detenerlo.
El activista australiano enfrenta un proceso de extradición a Estados Unidos, cuyo gobierno lo acusa de haber conspirado para cometer una intrusión informática, en el caso de la presunta ayuda que prestó hace una década al analista de inteligencia del ejército Chelsea Manning para romper los códigos de acceso de una computadora del gobierno estadunidense. No hay evidencia de que lo consiguiera.
Parte de la opinión pública mundial ha manifestado su indignación por la detención de Assange, quien en las imágenes de su captura –transmitidas en bucle en noticieros y redes sociales– opone una desesperada y limitada resistencia a los agentes policiacos vestidos de civil que lo trasladan casi cargando a una furgoneta.
El periodista Matthias Von Hein, de la agencia alemana Deutsche Welle, opina que la aprehensión del fundador de Wikileaks “es una burla al estado de derecho y un ataque frontal contra la libertad de prensa y opinión, y la libertad de los periodistas para publicar verdades incómodas”.
El conocido lingüista y filósofo estadunidense Noam Chomsky afirma que la detención de Assange busca silenciarlo porque Wikileaks ha filtrado información de interés público que disgusta a “la gente en el poder”. Compara el operativo para “silenciar la voz” del activista australiano con el “golpe de Estado suave” que llevó a prisión al expresidente brasileño Luiz Inacio Lula Da Silva o, más históricamente, con el encarcelamiento del periodista y filósofo marxista Antonio Gramsci, ordenado por el régimen fascista de Benito Mussolini.
Assange también es muy cuestionado. En lo que respecta a su persona, se le acusa de ser un narcisista, misógino y antisemita; una persona odiosa que se refugió en junio de 2012 en la embajada ecuatoriana sólo para evadir los cargos de presunta agresión sexual que pesaban sobre él en Suecia (y aunque ya prescribieron, podrían reactivarse, según informaciones de prensa).
Varios medios globales, que publicaron las filtraciones de Wikileaks sobre la intervención militar en Irak y Afganistán o los cables diplomáticos del Departamento de Estado estadunidense, tomaron su distancia con Assange cuando dejó de permitir que aplicaran protocolos periodísticos a la información, para lanzarse a publicarla en bruto por su cuenta.
La filtración en 2016 de los correos electrónicos de la campaña demócrata de Hillary Clinton –obtenidos presuntamente por la inteligencia rusa– acabó por poner a Assange y su organización como títeres del régimen autoritario de Vladimir Putin y patrocinadores del triunfo presidencial del multimillonario populista Donald Trump. Assange esperaba conseguir así el perdón presidencial del nuevo inquilino de la Casa Blanca, a través de su entonces consejero y operador Roger Stone, según reportó la revista Mother Jones en octubre último.
Pero más allá de la controvertida personalidad del fundador de Wikileaks, sus pleitos éticos con la élite periodística o sus tácticas de divulgación, hay dos aspectos a retener: el primero, que la acusación contra Assange corre el riesgo de sentar un precedente nefasto para el periodismo.
El acta de acusación del Departamento de Justicia de Estados Unidos no inculpa al activista por el acto de publicar información secreta, que podría quebrantar la Primera Enmienda sobre libertad de expresión y prensa de la constitución de ese país. Sin embargo, urde una trama de conspiración entre Assange y Manning que puede convertir en delito prácticas a las que recurre el periodismo, como animar a los llamados lanzadores de alerta (whistleblowers en inglés) a revelar información confidencial, o usar sistemas de almacenamiento encriptados para recibir pistas o datos sensibles, explica la columnista del New York Times, Michelle Goldberg.
Advierte que, si alguien decidiera filtrar el reporte Mueller sobre las relaciones de Trump con Rusia durante la campaña presidencial, o la documentación sobre las devoluciones de impuestos del mismo personaje, los periodistas que lo publicaran podrían ser perseguidos judicialmente. “Cualquier teoría legal que el Departamento de Justicia de Trump utilice contra Assange puede ser usada contra el resto de nosotros”, escribe la periodista.
El segundo punto está relacionado con un combate generacional: la detención de Assange constituye, quizás, el duro ocaso de una juventud que idealizaba internet como un espacio de absoluta libertad y transparencia, que avivaría la fuerza de la sociedad y la democracia contra el control político y corporativo.
Assange, que pronto cumplirá 48 años, pertenece a esa generación, que encumbró a los hackers como redentores anarquistas de la tecnología. Sólo hay que recordar a la hacker punk Lisbeth Salander, la entrañable heroína de la mundialmente famosa trilogía Millennium, del escritor sueco Stieg Larsson, quien murió de un paro cardiaco en 2004, a los 50 años de edad. Su novela fue publicada en sueco al año siguiente y en inglés en 2008.
Wikileaks nació a finales de 2006. Para entonces Assange ya era un avezado hacker –detenido una ocasión por la policía australiana– y había participado como programador en varios proyectos de software libre, incluyendo uno para que los defensores de derechos humanos pudieran guardar de forma segura información reservada.
La plataforma de filtraciones de Assange culminó la evolución del espíritu de la época en la que creció como hacktivista.
A finales de los 90 y principios de este siglo las masivas movilizaciones altermundialistas confrontaban la clase política occidental. Los choques violentos contra la policía por parte de grupos no organizados de anarquistas, conocidos como Black Block, se convirtió en un fenómeno internacional de interés mediático y académico.
Las ideas del misterioso anarquista estadunidense Hakim Bay para crear Zonas Autónomas Temporales (inspirado en las islas secretas de los piratas donde escapaban a la ley de cualquier autoridad, creando pequeñas sociedades autónomas) se habían expandido en el mundo virtual, a tal grado que es considerado el padre ideológico de los hackers modernos como Assange.
Como resultado de esa atmósfera libertaria y contestataria, el mismo año que nació Wikileaks apareció el Partido Pirata de Suecia, el primero de las decenas que hay actualmente en el mundo. Ese movimiento abanderó temas entonces novedosos, como la lucha por la reforma de las leyes de propiedad intelectual para permitir el intercambio libre de material entre usuarios, la neutralidad de internet o el derecho al acceso universal de la red. Su fundador fue Rickard Falkvinge, un empresario y “evangelista político” de la misma edad que Assange. En las elecciones europeas de 2009 el partido consiguió dos escaños en el Parlamento Europeo.
Hoy, una eurodiputada de Berlín representa al movimiento pirata en el hemiciclo, mientras que en 2017 casi llegan al gobierno sus colegas islandeses, liderados por la poeta y parlamentaria de 51 años Birgitta Jónsdóttir, antigua vocera de Wikileaks y coproductora del impresionante video, revelado en 2010, en el que se observa cómo dos helicópteros Apache del ejército estadunidense masacran a 12 personas inocentes en Irak, entre ellos dos periodistas de Reuters.
Algunos meses antes del lanzamiento público de Wikileaks, la policía sueca había llevado a cabo la primera de muchas operaciones que realizaría contra Pirate Bay, un motor de búsqueda e intercambio de material multimedia que se había popularizado desde 2003, lo que desafiaba las leyes del copyright de la poderosa industria del entretenimiento (Gottfrid Svartholm, uno de sus creadores, comentó en 2006 a este columnista que comenzó a programar Pirate Bay durante una estancia en México). Los jóvenes fundadores enfrentaron una ensañada persecución judicial y, tras un juicio lleno de irregularidades, acabaron pasando una temporada en prisión, aunque el sitio sigue existiendo con otros administradores.
En junio de 2013, justo un año después de que Assange se refugiara en la embajada ecuatoriana en Londres, el consultor Edward Snowden –hoy asilado en Rusia– hizo pública la existencia del programa de vigilancia masiva PRISM, operado por la Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos para recopilar comunicaciones de compañías estadunidenses de internet desde 2007.
El músico y ciberactivista alemán de 46 años Alec Empire, fundador de la banda de punk electrónico Atari Teenage Riot, confesó cuánto lo habían afectado las revelaciones de Snowden. Lo hizo en diciembre de 2014 en un largo discurso dentro de la conferencia anual del Chaos Computer Club, el que en su momento autorizó publicar en español a este columnista. En 2008 Assange presentó Wikileaks a ese colectivo de hackers, el más importante de Europa y con sede en Berlín.
“Lo que más me deprimió –precisó Alec Empire– no fue la magnitud de la vigilancia, fue otra cosa. Fui testigo de una generación joven que estaba tan entusiasmada con la democracia y las posibilidades de mejorarla con la tecnología. Y fui testigo de cómo fue aplastado el espíritu de esa generación en unas cuantas semanas.
“Sin esperanza –lamentó–, el cinismo y la frustración se propagan como un virus. Pero lo peor fue la indiferencia que mostró la mayoría de la gente, la gente que se necesita para movilizar a esas masas que al final hacen la diferencia”.
Atari Teenage Riot filmó en 2011 un video de la canción Black Flags con imágenes de Assange dirigiéndose a activistas de Occupy London. El video, en el que también participan hackers de Anonymous, invitaba a hacer donaciones a Wikileaks.
Assange es un símbolo imperfecto de una generación. La imagen de su rostro avejentado mientras es detenido representa un puñetazo a una forma de concebir el mundo real… y el virtual.
Fuente: Proceso