Egipto se consolida como uno de los cinco núcleos mundiales para el tráfico de órganos. La inestabilidad política y económica, la falta de supervisión y el imparable tránsito de refugiados componen el marco idóneo para los traficantes. La compraventa recorre dos itinerarios: la ruta del desierto del Sinaí y la de El Cairo. El siguiente reportaje de El Confidencial documenta la forma de trabajar de esas redes.
Por Pilar Cebrián / El Confidencial
Miron Mahari huyó de Eritrea para escapar del régimen de Isaías Afewerki y evitar el servicio militar impuesto en el país desde hace años. Acompañado por otro grupo de desertores, tan desesperados como él, cruzó la frontera hacia Sudán, rumbo al campo de refugiados de Shagarab, cerca de la ciudad de Kasala. Pero su éxodo no tuvo un final feliz. A pocos kilómetros de su destino, el grupo se topó con las autoridades sudanesas. “Los policías mataron a uno de mis amigos”, cuenta Miron a El Confidencial, “le llenaron la boca de arena hasta que se quedó sin respiración”. Después de días bajo su custodia, los agentes les vendieron a la tribu de los Rashaida, que hace negocio con el tráfico de seres humanos. Junto a otros 27 refugiados, Miron emprendió el camino de la desdicha. Oculto en la cisterna de un vehículo, cruzó Sudán hacia el norte, atravesó Egipto y llegó hasta el desierto del Sinaí.
Allí cayó en las garras de los traficantes beduinos, quienes aprovechan el vacío legal de la zona C, la que colinda con Israel, para imponerse en la región. Miron fue a parar a uno de sus campos de tortura, instalados cerca de la frontera, donde pasó ocho meses encadenado y sometido a castigos diarios. “Todos los días me daban descargas eléctricas aquí”, dice señalando sus genitales, “y me amenazaban constantemente con robarme mis órganos si mi familia no pagaba el rescate”.
Finalmente, cuando sus captores beduinos comprendieron que nadie pagaría por su libertad, le abandonaron en un lugar remoto del desierto. Pero la guardia egipcia que patrulla la zona le encontró. Mirón no portaba ningún tipo de documentación, así que terminó su calvario en una prisión de Al Arish, al norte del Sinaí.
Este joven de apenas 14 años y expresión atemorizada cuenta ahora su historia, un periplo que le ha llevado hasta un callejón sin salida. Sin el respaldo de una familia pudiente y sin documentación, Miron se debate entre regresar como deportado a Eritrea o subsistir en una cárcel del Sinaí. Actualmente comparte celda con otro refugiado de Darfur; ambos llevan meses durmiendo y comiendo en un suelo de cinco metros cuadrados. Bajo la ropa, esconden las marcas imborrables de las torturas. “Aquí estamos bien”, cuenta a El Confidencial su compañero, Yacob Abobak, “porque al menos no recibimos descargas eléctricas. Yo estuve nueve meses cautivo, pero finalmente me soltaron porque mi familia tampoco podía afrontar el rescate”.
El complejo entramado hasta el tráfico de órganos
La red de traficantes de seres humanos del Sinaí comenzó a operar en el año 2009. La tribu de los Rashaida, que habita la región sur de Sudán y Eritrea, es el primer eslabón de un complejo entramado que actúa a nivel internacional. Normalmente secuestran a grupos de emigrantes procedentes de Eritrea, Sudán o Etiopía cuando buscan refugio en los países vecinos o intentan cruzar hacia Israel.
Meron Estefanos es una de las periodistas que mejor conoce el negocio de la compraventa de personas en la región. Su origen eritreo le ha permitido entrevistar a 123 víctimas para la elaboración de su libro, Tráfico de personas en el Sinaí. En él cuenta con detalle todas y cada una de las terribles vivencias que padecen los refugiados. “Derretían plástico en nuestras espaldas”; “nos tenían encadenados en grupo, tiraban agua sobre nosotros y nos electrocutaban a través de las cadenas”; “las mujeres éramos víctimas de violaciones colectivas”; “los secuestradores daban patadas en el vientre a las mujeres embarazadas”, son algunos de los testimonios recogidos en el libro. Muchas de estas mujeres continúan actualmente en prisión, donde han dado a luz a los hijos que concibieron durante los abusos.
Durante meses, los refugiados permanecen retenidos en condiciones infrahumanas, bajo temperaturas extremas y prácticamente privados de comida y agua. Para su puesta en libertad, las mafias exigen cuantiosos rescates que, en ocasiones, ascienden hasta 50.000 dólares. En cuanto se establece el contacto con las familias, comienzan las torturas. Pero la mayor parte de ellas no pueden afrontar el pago, ya que viven en campos de refugiados, y se ven obligadas a vender sus propiedades para comprar la libertad. En los últimos cuatro años, según un estudio de la Comisión Europea y la Universidad holandesa de Tilburg, más de 10.000 personas han perdido la vida en esta ruta de tráfico ilegal de seres humanos, una trama que, a su vez, constituye el germen de las redes de tráfico de órganos.
Una ‘industria’ que mueve un billón de dólares al año
Egipto se ha consolidado como uno de los cinco núcleos mundiales para el tráfico de órganos. La inestabilidad política y económica, la falta de supervisión y el imparable tránsito de refugiados componen el marco idóneo para los traficantes. La compraventa ilegal recorre dos itinerarios diferentes: la ruta del desierto del Sinaí y la de El Cairo.
“Todas las sospechas se confirmaron en 2011, cuando la Policía halló en el maletero de un coche una nevera llena de órganos”, dice a El Confidencial Hamdi al Azazi, el fundador de la Fundación Nueva Generación, una ONG que da asistencia a los refugiados en las cárceles. Este egipcio de 46 años también se ocupa de recoger los cadáveres sin órganos para ofrecerles un entierro digno. Azazi cuenta que los tentáculos de la red llegan hasta Tel Aviv o El Cairo, ciudades desde las que médicos envían sus propias peticiones de riñones, hígados, córneas o corazones.
“Durante las torturas, los secuestradores toman muestras de sangre a los refugiados, y así elaboran una ficha técnica de una posible venta”, asegura Azazi. Según él, los médicos visitan el Sinaí para recoger su mercancía, que se conserva hasta 48 horas con las actuales técnicas de preservación. Normalmente, la compra se sella a través de compañías como Western Union o Money Gram, o a través de simples transferencias bancarias.
La Organización Mundial de la Salud advirtió ya en 2010 que Egipto se había convertido en el núcleo regional para el tráfico de órganos, una industria que, según COFS (Coalición para la Solución de Pérdida de Órganos), genera más de un billón de dólares anuales. La ley egipcia prohibía hasta 2010 los trasplantes desde cuerpos fallecidos, por lo que todas las operaciones dependían de donantes vivos. Como consecuencia, se ha creado un mercado irregular que propicia el abuso de los sectores más vulnerables de la población, los refugiados, sujetos a fines puramente comerciales o a la explotación.
En El Cairo hay multitud de clínicas, laboratorios y hospitales implicados que actúan a espaldas de las autoridades y de la legislación. Hace tres años, el Parlamento aprobó una ley pionera que abría la posibilidad de recibir órganos de fallecidos y criminalizaba las prácticas ilegales. Sin embargo, el estallido de la revolución en 2011, y la consecuente inestabilidad política, impiden una correcta práctica.
“No hay vigilancia en los hospitales, ni se aplica la ley para controlar las operaciones”, comenta a El Confidencial Amer Mustafa, trabajador de COFS. “La demanda de órganos ha aumentado. En 2012 se produjeron más de 3.000 trasplantes de riñón frente a los apenas 1.000 del año 2009”. Al menos, la mitad de ellos se realizan de manera ilegal. Según cuenta Amer, El Cairo es ahora destino para un “turismo de órganos”. Familias ricas del Golfo, de Libia o de Jordania viajan a operarse a la capital egipcia cuando no pueden hacerlo en sus países. En el mercado irregular, el precio de un riñón en Egipto es de aproximadamente 20.000 dólares. Sin embargo, el donante sólo recibe 2.000. El 90% de estas cantidades, cuenta Amer, se queda en las clínicas u hospitales.
Un riñón a cambio de la libertad
Egipto es uno de los dos países africanos que no obliga a los refugiados a residir excluidos en campamentos. La mayor parte de ellos viven mezclados con el resto de la población y no cuentan con un sistema propio de asistencia, lo que les obliga a buscar sus propios métodos de supervivencia. Todo esto crea un caldo de cultivo perfecto para los traficantes.
La población sudanesa, la segunda más numerosa (27.411 refugiados registrados hasta agosto de 2013, según UNHCR), es la más afectada. Normalmente, los traficantes proceden también de Sudán: muchos de ellos fueron víctimas de estas redes en el pasado y, ahora, hacen de enlace con los médicos y hospitales locales. Entre las callejuelas del Downtown, en el centro de la capital, los cabecillas se reúnen en los cafés para pactar los precios. La obtención de órganos se realiza a cambio de una escasa compensación económica, a través del robo o la extorsión.
Este último fue el caso de Amer Ganouf, un sudanés de 25 años al que obligaron a viajar hasta Egipto para donar un riñón. En su país fue víctima de la persecución política debido a los vínculos que su padre mantenía con la resistencia del SPLA (Ejército de Liberación del Pueblo de Sudán). Amer pasó cuatro meses retenido en una prisión del sur, víctima de interrogaciones, violaciones y torturas. Finalmente, un oficial llamado Osman se erigió como su salvador. Le ofreció la oportunidad de viajar hasta El Cairo donde donaría un riñón a cambio su liberación. “No me dieron alternativa”, cuenta Amer a El Confidencial, “me amenazaron con asesinar a mi hermana y a mi madre si no accedía”.
Hacinado en un microbús con otros 14 sudaneses, Amer presenció la cooperación entre las guardias fronterizas para facilitar el flujo ilegal de refugiados. A los doce días, Amer ya había ingresado en un hospital de El Cairo, acompañado por un grupo de compatriotas y egipcios que vigilaban la estancia. “Me obligaron a firmar los documentos para dar mi consentimiento, aunque en ningún momento los médicos me dirigieron la palabra”, asegura.
Cuatro días más tarde, el personal médico le comunicó que su riñón había sido extraído y que debía abandonar su habitación. Con la cicatriz aún reciente, Amer buscó alojamiento entre la comunidad de refugiados en el barrio cairota del 6 de octubre. Dos años más tarde, todavía recibe amenazas para que no denuncie lo ocurrido.
A Fátima, otra sudanesa refugiada en El Cairo, le extirparon un riñón tras dejarla inconsciente. Mientras paseaba por un mercado de la capital, dos hombres le gasearon con un spray y la introdujeron en un coche. Apenas recuerda lo sucedido. Dos días más tarde, volvió a su casa con una enorme cicatriz en el costado.
“Para ellos, ‘donar’ órganos es como comerse a uno mismo”
“Las víctimas del tráfico de órganos padecen secuelas durante toda su vida. No pueden levantar grandes pesos así que están incapacitadas para desempeñar un trabajo”, cuenta a El Confidencial Mohamed Matar, un trabajador social de COFS que lleva años dando asistencia médica a las víctimas. “Todos padecen fatiga, dolor en la cicatriz, problemas digestivos y depresión”, explica. También sufren un sentimiento de culpa relacionado con su religión, y creen que el pecado de donar un órgano es semejante a “comerse a uno mismo”.
Matar, que utiliza un pseudónimo para evitar represalias, ha recibido amenazas de las autoridades egipcias y de la embajada sudanesa por denunciar una situación que mueve grandes cantidades de dinero. Desde el año 2009 ha cambiado 64 veces de residencia y recibe llamadas amenazantes cada semana. Él ha tratado a 120 víctimas en total, pero asegura que cada año, sólo en la capital, más de 400 refugiados desprotegidos caen en las redes del tráfico de órganos.
Fuente: El Confidencial