Que se conociera la verdad sobre lo sucedido antes, durante y después de la desaparición de Los 43 Normalistas de Ayotzinapa amenazaba directamente la sobrevivencia del viejo régimen.
No se trataba solo de salvar al gobierno de Enrique Peña Nieto al que, la indignación popular, tenía al borde del colapso. Se trataba de garantizar -desplegando todo el aparato del Estado y todo el poder mediático- la continuidad del proyecto de dominación y saqueo neoliberal.
Había que deslegitimar la verdad y legitimar la mentira.
La aparición con vida de los estudiantes nunca les importó un carajo a las autoridades, tampoco el hacer justicia y menos todavía el encontrar y entregar sus restos a sus madres y a sus padres para que pudieran darles sepultura.
Lo único que pretendían era borrar todo rastro de los Normalistas de la faz de la tierra.
“El mal -dice Hannah Arendt- puede crecer desmesuradamente y reducir todo el mundo a escombros porque se extiende como un hongo por la superficie”. Esto sucedió con la llamada “verdad histórica” (una verdad sólo mediática y no judicial) que Jesús Murillo Karam y Tomás Zerón impusieron por órdenes superiores.
Su efecto corrosivo se fue extendiendo, tanto, que hasta al propio régimen que la creó terminó devorado.
Pírrica fue la victoria del aparato del Estado y de sus muchos voceros en los medios. La coartada criminal que urdieron -unos en las mazmorras otros en sus gabinetes y estudios de radio y TV- les alcanzó para que Peña Nieto terminara su mandato pero no para que le entregara la banda presidencial a otra o a otro como él.
Al final de cuentas fue Ayotzinapa el último clavo en el ataúd del viejo régimen.
De un régimen criminal en el que capos y gobernantes -como lo demuestra la situación prevaleciente en Iguala y en casi todo el país antes de la noche del 26 de septiembre de 2014- eran las dos caras de una misma moneda.
De un régimen autoritario y represivo que se regía por los principios de la contrainsurgencia en la que, como establece la “directriz ejecutiva para operaciones encubiertas de la CIA” dictada por el presidente Dwight Eisenhower, el Estado y sus instituciones -para combatir las amenazas reales o imaginarias- han de hacer “cosas repugnantes”.
Tan repugnantes como valerse de los restos de un Normalista, sembrados por Zerón en el río San Juan, para sustentar la tesis de la incineración masiva y desaparecer así y para siempre a los otros 42.
Tan repugnantes como la tortura o, peor todavía, como la ofensiva mediática desatada por intelectuales, columnistas, presentadores de radio y TV para normalizarla y para, a partir del principio de la repetición obsesiva, imponer como verdad una mentira.
Tan repugnantes como decirle a la Nación, como lo hizo Peña Nieto, “Ya supérenlo” o como considerar, hoy en día y pese a la evidencia, a Murillo Karam víctima de una persecución política.
Tan repugnantes como consumar, desde el Estado, con el encubrimiento y la obstrucción de la justicia, el crimen perpetrado en Iguala por los sicarios.
Arrolladora, sistemática, banal a fin de cuentas por burocrática -como sostiene Arendt- fue la lógica con la que actuaron quienes perpetraron este Crimen de Estado.
Unos dictaban las órdenes, otros las cumplían.
Unos torturaban, otros hacían sus noticiarios y escribían columnas.
Es preciso ahora, de manera igualmente implacable, pero con la ley en la mano y para que un crimen así no se repita jamás, que se revele toda la verdad y que el fiscal general de la República, Alejandro Gertz Manero, lleve ante un juez y consiga, con evidencia irrefutable, que sean castigados, todos y cada uno de los responsables.
Ex presidentes o generales, no importa; que paguen todos.
@epigmenioibarra