Por Hernán Gómez Bruera*
Durante la campaña electoral de 2006 en México, los adversarios políticos de Andrés Manuel López Obrador —quien el próximo 12 de diciembre, Día de la Virgen de Guadalupe, se registrará como candidato presidencial por tercera vez con el Movimiento de Renovación Nacional, Morena, el partido que fundó— lo presentaron, junto a un sector de las cúpulas empresariales más poderosas del país, como un “peligro para México”. López Obrador, popularmente conocido como AMLO, fue también caricaturizado como el gemelo mexicano del fallecido presidente venezolano Hugo Chávez y, recientemente, algunos de sus adversarios lo han emparentado con Nicolás Maduro.
Sin embargo, es difícil sostener esos argumentos —todavía presentes en sectores acomodados en México y en medios que dependen en buena medida de la publicidad gubernamental— cuando se contrastan las trayectorias de estos líderes con López Obrador. Chávez fue un militar que gobernó con una parte importante del poder castrense, mientras que López Obrador no hizo siquiera el servicio militar y está en las antípodas del militarismo. AMLO no tiene un programa de nacionalizaciones ni expropiaciones, tampoco un discurso antiimperialista o anticapitalista.
Cuando AMLO gobernó Ciudad de México de 2000 a 2005 se comportó como un jefe de gobierno moderno y liberal en lo económico: fomentó el capital privado a través de ambiciosos proyectos de inversión pública y privada, tanto nacional como extranjera; promovió desarrollos inmobiliarios, industrias y centros comerciales. Algunos de los empresarios que trataron con él dijeron que lo recuerdan como un político “honesto” y un administrador “eficiente”.
Más allá de apelar al pueblo en sus discursos, desconfiar de las instituciones existentes y declararse enemigo del sistema político vigente, como Chávez, AMLO nunca ha promovido una agenda que el sector financiero nacional e internacional pueda tildar de irresponsable.
Basta analizar cómo manejó las finanzas públicas de la capital: no elevó el gasto público sin control para ganarse el favor popular. Al contrario, según información de la Secretaría de Finanzas de la capital, bajó el monto de la deuda en términos reales; incrementó la recaudación a través de medidas de combate a la corrupción en los mismos servicios de recaudación tributaria que generaban grandes pérdidas a la ciudad y promovió una política de austeridad en el gasto del gobierno que permitió grandes ahorros. ¿Puede haber algo más distinto a lo que ha caracterizado las políticas chavistas?
La gestión de AMLO en Ciudad de México fue bien recibida por el sector financiero internacional. Calificadoras de riesgo como Moody’s y Standard and Poor’s le otorgaron a la deuda de la ciudad la nota más alta. En 2005, Standard and Poor’s señaló que un triunfo de López Obrador en la elección presidencial del año siguiente no incidiría en la calificación crediticia de México y desestimaba que tuviera un parecido con Chávez.
Desde su primera candidatura presidencial, AMLO se comprometió con un equilibrio fiscal basado en una estricta disciplina financiera. Mario Delgado —un economista cercano al político y senador desde 2012— apunta que la agenda en política económica de López Obrador “es muy ortodoxa”, porque lo que propone fundamentalmente es una reforma del gasto público y un combate decidido contra la corrupción. A AMLO “no le gusta endeudarse”, me dijo Delgado.
Ni en la campaña presidencial de 2006 ni en la de 2012 —cuando se lanzó por segunda vez— su propuesta económica fue la de un izquierdista radical. La actual tampoco lo es, como quedó claro al presentar su Proyecto Alternativo de Nación 2018-2024. Más que por su izquierdismo, algunos podrían criticar a López Obrador por suavizar cada vez más sus posturas o por aliarse a sus antiguos adversarios.
Pese a su enérgica crítica a la corrupción de los políticos, el dispendio y los privilegios de los altos funcionarios (que en México perciben uno de los salarios más altos del mundo), sus planteamientos de política económica son cada vez más moderados. Incluso un grupo de empresarios cercanos a AMLO han jugado un papel importante en la redacción de su proyecto de nación. Su participación en este documento ha rebajado el tono ideológico de la propuesta lopezobradorista.
En 2012, cuando compitió contra el presidente Enrique Peña Nieto, el programa de su proyecto político planteaba “cambiar el modelo económico que produce pocos ricos muy ricos y muchos cada vez más pobres”. Criticaba de forma categórica al neoliberalismo y al Consenso de Washington; condenaba la subordinación a las políticas del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional; reprochaba el desmantelamiento del Estado y la política social, la liberalización comercial, la desregulación, las privatizaciones y las políticas monetarias restrictivas. Declaraciones como las anteriores brillan por su ausencia en 2017. La palabra neoliberalismo, por ejemplo, no aparece una sola vez en las 410 páginas del programa actual, un claro indicador de que López Obrador no quiere enajenar el apoyo de las élites empresariales y financieras.
Lejos de parecerse a Hugo Chávez, o a Nicolás Maduro, algunos equiparan a AMLO al expresidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva, como lo señalaba en marzo de este año un reporte de Scotiabank (que también veía un parecido con el uruguayo José Mújica). Naturalmente, López Obrador no utilizará el referente de Lula en su campaña porque debilitaría su postura anticorrupción. Sin embargo, si se observa la forma en la que el discurso de Lula evolucionó en sus cuatro intentos por llegar a la presidencia, las similitudes con AMLO son insoslayables, incluido el conocido “Lulita paz y amor” de 2001, que recuerda a la proclamación de la “República amorosa” de López Obrador.
El modo en el que López Obrador ha moderado su discurso sigue el camino de otros líderes socialdemócratas o reformistas en la región. En su discurso, hay cada vez menos críticas al modelo económico como causante de la pobreza, la desigualdad y el bajo crecimiento económico. Para AMLO y Morena la raíz de estos y otros males está en la corrupción política y el derroche gubernamental. Su agenda macroeconómica —que consiste en reducir el gasto corriente a través de veinte medidas de ahorro y el compromiso de no aumentar ni crear nuevos impuestos— bien podría ser el programa de un partido conservador.
En cambio, su agenda de política social no es conservadora porque el programa contempla la creación de una red de apoyo a los millones de jóvenes que no estudian ni trabajan en México, a los cuales López Obrador ha prometido financiar a través de becas que les permitan obtener su primer empleo. O una propuesta que busca duplicar en seis años el valor real del salario mínimo, uno de los más bajos de América Latina, como lo hizo también Lula.
Como el expresidente brasileño, AMLO se ha acercado crecientemente al sector empresarial a través de una red cada vez más amplia de alianzas. Entre sus apoyos más cercanos está Alfonso Romo, del Grupo Monterrey, uno de los más importantes del país, a quien López Obrador encomendó coordinar el Proyecto Alternativo de Nación. Incluso hoy está más cerca de empresarios a los que alguna vez vinculó a la “mafia del poder” —grandes oligopolios mediáticos como Televisa y TV Azteca—.
López Obrador ha captado el hartazgo de los mexicanos frente a la corrupción, que es su gran bandera política. Y, como ningún otro político mexicano, ha logrado encauzar el entusiasmo de los electores que se consideran antisistema y que tienen la esperanza de que algo pueda cambiar en el país.