Acabar con el vampiro

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Por Pedro Miguel

Si la lucha pacífica permite alegorías, piensen en la boleta electoral que se introduce en la ranura de la urna como una estaca clavada en el corazón del vampiro, un ser también alegórico que representa el abuso y el despojo máximos: subsiste chupando la hemoglobina de los demás y al hacerlo contagia la enfermedad incurable de la muerte en vida. Al morder, corrompe. Al agredir, degrada a su propia condición a las víctimas. Y su poder y su imperio son casi invencibles porque es inmune a casi todas las formas de violencia, menos una: la violencia alegórica (¿o de qué sirve lesionar a uno que básicamente está muerto?) de atravesarle el pecho con un palo puntiagudo mientras reposa en su sarcófago.

Durante demasiados años, el PRI, y en particular su subespecie del Grupo Atlacomulco, han utilizado al estado de México como plataforma para proyectar su poder al ámbito nacional y copar altos cargos que desde hace cinco años incluyen a la Presidencia y no pocos asientos del gabinete; han empeñado a los habitantes de la entidad mediante préstamos que no van destinados a beneficiarla sino a edificar fortunas personales o corporativas; han devastado los paisajes mexiquenses con la construcción de obras públicas y privadas cuyo propósito ha sido elevar el margen de utilidad de consorcios como OHL y Grupo Higa, a cambio de mordidas, moches, comisiones y residencias de lujo; han reprimido sin piedad ni legalidad a los movimientos sociales y populares que se alzan en defensa de sus derechos y de sus tierras; han dejado crecer la criminalidad, que hoy cobra derecho de piso, roba, secuestra y asesina a poblaciones inermes que no se atreven a llamar a las instancias policiales porque no está claro dónde terminan éstas y dónde empiezan los delincuentes; han hecho crecer la pobreza y la miseria para después comprar los sufragios de los miserables y de los pobres; han llenado la entidad con guaridas de lujo para que una clase media alta viva sus sueños de grandeza blindada por bardas y cámaras de seguridad; se han sentado a hacer negocios con sus compinches mientras se multiplican los feminicidios; se taparon unos a otros –de Montiel a Peña, de Peña a Eruviel– y convirtieron la justicia en un imposible, la democracia en una máscara y la decencia en una anomalía.

Pese a todo, el priato mexiquense se sentía seguro porque había logrado colocar en Los Pinos, en connivencia con las cúpulas empresariales y los poderes mediáticos, a uno de sus hijos pródigos. Peña habría de garantizar, desde la jefatura del Ejecutivo federal, la renovada hegemonía del grupo.

Sin embargo, desde su primer día, esta presidencia empezó a socavar las bases de su poder y en el lustro posterior a aquel nefasto primero de diciembre de 2012 barrió con la imagen y la popularidad de su titular y del PRI en general: de la tremenda agresión al país que fueron las reformas estructurales a la barbarie de Iguala; de la impresentable Casa Blanca a los enjuagues de OHL; de Atenco a Arantepacua, pasando por Nochixtlán; de los desfiguros verbales domésticos al trágico desmanejo diplomático que dejó al país a merced de los caprichos siempre peligrosos de Donald Trump; de la generación de jóvenes priístas a los ex gobernadores prófugos; de la reforma fiscal al gasolinazo. Y de tantas a tantas otras cosas.

El repudio al PRI, a Peña y al Grupo Atlacomulco es nacional, pero también es mexiquense por motivos propios: ninguna otra población ha sido tan acarreada, tan rebajada, tan comprada y tan ignorada en su dignidad como los sectores marginados del estado de México, usados para llenar el Zócalo cuando la impopularidad presidencial lo deja vacío, y en ninguna otra entidad el grupo en el poder ha actuado con tanta y tan grosera impunidad.

Así pues, el PRI y sus aliados de jure o de facto (Verde, PAN, PRD, Encuentro Social, Panal…) se encaminan a una derrota sin precedentes y que, de concretarse, podría ser definitoria de una transformación política de alcance nacional. Ello depende de que una mayoría significativa de mexiquenses se atreva a ver en la boleta electoral el instrumento de expresión y liberación que siempre se les denegó y este 4 de junio la conviertan, simbólicamente hablando, en la estaca a clavar en el corazón de su opresor.

Pero si la parábola del personaje de Bram Stoker resulta muy truculenta, se puede recurrir a las décimas del Fandanguito de don Arcadio Hidalgo, que también apelan a la metáfora:

“… Y un ventarrón de protesta
soñé que se levantaba
y que por fin enterraba
a este animal que se apesta,
que grita como una bestia
en medio de su corral,
que nos hace tanto mal
y nos causa gran dolor,
nos chupa nuestro sudor
y hay que matarlo compá”.
Ojalá.

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Fuente: La Jornada

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