Por Epigmenio Ibarra
“La guerra constituye un acto de fuerza
que se lleva a cabo para obligar al adversario
a acatar nuestra voluntad… es la continuación
de la política por otros medios”.
Carl Philipp Gottlieb von Clausewitz
De la complicidad con gobernantes, funcionarios, jueces, jefes policiacos y militares obtuvo el narco el poder que, todavía hoy, tiene en México. De la corrupción nació, por la impunidad creció, por la simulación se consolidó, por la ineptitud se arraigó. Es el fruto perfecto del régimen autoritario; su verdadero rostro.
Los estadunidenses (cuyos cárteles sí existen y controlan el gran mercado del consumo) le han proporcionado siempre las armas y el dinero. Los capos mexicanos son solo sirvientes y tapadera de los capos del país referido, a quienes la autoridad de allá no persigue, cuyos cargamentos no decomisa y a los que la prensa no toca ni desenmascara.
La guerra de Felipe Calderón, más que destruirlo, convirtió al narco en una fuerza sanguinaria. Como a la hidra, cada vez que le era cercenada una cabeza, le surgían 10 más. La letalidad criminal de las fuerzas federales, resultado de la orden de exterminio librada por Calderón, hizo a los sicarios hacer frente al Ejército y a la Marina hasta el último cartucho. La industria militar del mundo hizo su agosto. En medio del fuego cruzado quedó la población civil; decenas de miles de inocentes fueron desparecidos o asesinados.
Los desertores de las fuerzas armadas dieron a los cárteles doctrina, estrategia, adiestramiento. La complicidad con altos jefes gubernamentales, entre ellos Genaro García Luna, la mano derecha de Calderón, permitió a capos como El Chapo Guzmán o El Mayo Zambada dirigir a las fuerzas federales a su antojo. Sus socios comerciales en la empresa privada les permitieron extender sus dominios a todos los sectores de la economía.
Muchos de los primeros capos prestaron sus servicios en el aparato represivo del Estado y en el Ejército; la guerra sucia contra la guerrilla fue su campo de experimentación. No es exagerado decir que en los sótanos de la extinta Dirección Federal de Seguridad nacieron los cárteles; tampoco, que policías funcionaron a su servicio y que las cárceles se convirtieron en su centro de operación alternativo.
El PRI dio al narco su partida de nacimiento, los gobiernos del PAN —el de Vicente Fox que le cedió el territorio y el de Calderón que supuestamente le hizo la guerra— le extendieron patente de corso. Al viejo régimen y al narco los une hoy la determinación de recuperar el poder y a su amparo volver a hacer negocios. Ambos conservan aún la fuerza suficiente para empeñarse en el esfuerzo de imponer, usando la violencia, su voluntad a Andrés Manuel López Obrador.
Hay que llamar a las cosas por su nombre: hoy en México el narco pone la sangre, la derecha conservadora saca raja política de la misma y la comentocracia, banal en su análisis, pueril en su argumentación, pone la tinta, su voz y su imagen. Colmar la paciencia de una población que ha vivido bajo asedio los últimos 12 años, sembrar el terror, desacreditar la estrategia de construcción de paz y dar así —mediante operaciones periódicas de alto impacto mediático— un golpe por debajo de la línea de flotación al gobierno democrático, ese es su objetivo final.
@epigmenioibarra
Fuente: Milenio