50 años ¿son nada o mucho?

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Por Lorenzo Meyer

Carlos Gardel, en su tango Volver, sugiere “Que veinte años no es nada”. En la vida de las colectividades, y teniendo como trasfondo la historia larga, medio siglo también puede ser nada, pero igual puede ser una eternidad. Sobre todo, cuando el tempo histórico corre muy acelerado.

Para México, es un tiempo perdido ese medio siglo político transcurrido entre hoy y ese julio de 1968 que empezó como una riña más entre estudiantes en el Centro Histórico de la capital, los días 22 y 23, pero que en una semana escaló a un asalto por el Ejército con el empleo de una bazuca a la Preparatoria de San Ildefonso, para culminar con la masacre del 2 de octubre. Es el medio siglo que el país tardó en transformar al PRI de partido de Estado en fuerza marginal. Es en ese sentido que fue mucho tiempo, un tiempo que preservó males e incubó nuevas tragedias.

La última elección presidencial ha abierto, finalmente, la posibilidad de hacer del cambio de gobierno algo más que un relevo sexenal: un cambio del régimen. La transformación en la naturaleza de la política mexicana que demandaron en el 68 los estudiantes de entonces pudiera estar teniendo lugar apenas ahora, aunque pudo haber empezado mucho antes, en 1988, por ejemplo.

El contraste del 68 mexicano con el francés, por ejemplo, nos dice mucho sobre el potencial de cambio de aquella coyuntura. En Francia, la gran protesta estudiantil se extendió a sectores obreros. El gobierno resistió el embate, pero al año siguiente, un referéndum sobre ciertas reformas del Estado desembocó en la derrota y renuncia de un personaje tan importante como el presidente Charles de Gaulle, fundador de la Quinta República. Aquí, en cambio, todo se hizo más rígido, más claustrofóbico. Pero claro, De Gaulle era una figura enorme por su papel como cabeza de la “Francia Libre” en la Segunda Guerra Mundial, un hombre que podía citar lo mismo a Sócrates que a Goethe, y que supo cuándo y cómo debía dejar el poder para dar paso a una nueva época. En contraste, Gustavo Díaz Ordaz -que sólo tenía en común con De Gaulle su personalidad autoritaria- simplemente le entregó el poder a otro autoritario y la democracia fue entrando a plazos. En la práctica y hasta apenas ayer, la consigna del poder político y económico fue: cambios mínimos en forma sin alterar el fondo.

La manera como concluyó el 68 mexicano fue una tragedia nacional evitable y que debió servir para mostrar, a propios y extraños, que el régimen imperante ya no era funcional, que urgía reemplazarlo por otra fórmula, una democrática que procesara mejor las demandas de una sociedad que había cambiado mucho desde que había surgido el PRI como el PNR de Plutarco Elías Calles o se había transformado en partido de masas bajo Lázaro Cárdenas (PRM).

Eso fue lo que Pablo González Casanova trató de mostrar y urgir antes del estallido, en La democracia en México (1965). Desde la universidad, llamó al cambio pacífico, a poner al día la estructura política de una sociedad mexicana en cambio rápido. El llamado fue desoído y las consecuencias, además de la violencia del 68 y la pérdida de legitimidad de la estructura de poder, fueron la persistencia del distanciamiento entre sociedad y gobierno, la guerra sucia, mayor corrupción e impunidad, una economía que perdió dinamismo, pobreza, marginación y desigualdad social en crescendo y, al final, la violencia criminal desbordada y la degradación de la vida colectiva.

La resistencia al cambio de régimen demandado hace medio siglo de manera tan sorpresiva como imaginativa, pacífica, inocente, prolongó lo que González Casanova ya había argumentado que no podía funcionar. El daño por no aceptar una genuina apertura democrática es imposible de calcular, pero se antoja enorme. Quienes han cargado con ese costo son millones y quienes se han beneficiado son una minoría: la clase política que acaba de ser derrotada -la del lema “un político pobre es un pobre político”- y quizá la oligarquía que se formó y consolidó al amparo de sus políticas fiscales y económicas. Privilegios que no sólo se mantuvieron, sino que se expandieron.

Hay decenas de indicadores para demostrar las consecuencias dañinas del no cambio, de reformas a la Carlos Salinas o a la Peña Nieto, que mudaron las formas sin tocar las esencias. Un ejemplo, entre muchos, es la evolución de la proporción entre salarios y utilidades en la composición del Producto Interno Bruto (PIB). En 1976, un documento del Banco de México puso en 40% la participación de los salarios en el PIB, pero en 2013, y con cifras de la OCDE, otro estudio encontró que ya era de apenas 26%, en contraste con el 70% en Francia o Reino Unido.¹

Para concluir y recordando una obra de Proust, la tarea del nuevo gobierno es recuperar, para la sociedad, el tiempo perdido. Y para la sociedad mexicana, no olvidar el significado de este cincuentenario.

Fuente: Reforma

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