Por Miguel Concha
Hoy en día los analistas reivindican a la ética como una de las condiciones básicas para transformar nuestra realidad de exclusión creciente y deterioro natural progresivo. En su conferencia del pasado 16 de octubre, dentro del ciclo sobre Humanismos en el Siglo XXI, convocado por el Centro Universitario Cultural, el Colegio de Filosofía de la UNAM, la Unidad Iztapalapa de la Universidad Autónoma Metropolitana y el Centro de Estudios Sociales Antonio Gramsci, el doctor Pablo González Casanova afirmó, entre otras cosas, que ya no se trata sólo de la ética de la política –que por cierto se ha venido desentendiendo cada vez más de ella desde el siglo pasado, transformándose exclusivamente en un análisis casi técnico de las fuerzas sociales que se disputan como sea el poder–, sino de la política de la ética.
Vale decir del poder de la ética, o mejor, de la ética misma en el poder, para ser capaces de articular soluciones alternativas a un sistema que conduce a la muerte y a la negación de la mayor parte de la población, y que cada día se vuelve más cínico. Un sistema complejo y autorregulado que ya prepara como nuevo negocio reservas naturales protegidas para las élites que podrán adquirirlas en el futuro, sin considerar la extinción de recursos y posibilidades de vida para la mayoría.
Con estas preocupaciones, el doctor Francisco Piñón resaltó, ocho días después, la prioridad de la justicia como fundamentación ética indispensable del derecho y la ley. Esta problemática, por cierto, se hizo ya presente desde el siglo XIV en autores como Baldo de Ubaldis, con su disertación sobre la justicia como forma de la ley, en sentido escolástico, para todos los seres humanos.
El 31 de octubre, el doctor Ilán Semo reflexionó sobre la importancia actual del concepto del Homo Sacer, propio del imperio romano, para poder explicarnos las tragedias humanas que se producen en nuestro derredor. Es decir, el del ser humano excluido, vaciado de todos sus derechos y echado fuera por un Estado represivo, despótico y autoritario. Un Estado que Ilán Semo calificó como canalla, el cual llega incluso a considerar como adversario a cualquier ciudadano o ciudadana que no se someta a las exigencias de su poder arbitrario.
Y el sábado 2 de noviembre, el analista Raúl Zibechi escribió en La Jornada que para Walter Benjamin, en su obra Tesis sobre la historia, la historia de los oprimidos nos enseña que el estado de excepción es la regla, y que Giorgio Agamben agrega algo más perturbador en su libro Homo Sacer, cuando escribe: El campo de concentración y no la ciudad es hoy el paradigma biopolítico de Occidente. El mismo autor añade que desde los campos de concentración no hay retorno posible a la política clásica, pero que es desde estos terrenos inciertos desde donde debemos pensar las formas de una nueva política (cfr. p. 21).
A la luz de estas reflexiones, que hacen ver la importancia de las humanidades en la sociedad actual, sobresale igualmente en el campo ético, político y jurídico el paradigma de los derechos humanos, que como afirmó también don Pablo González Casanova no son toda la solución, pero sí parte de ella. Desde las rebeliones de las víctimas por el uso arbitrario y excluyente del poder, este paradigma está fundamentado histórica y filosóficamente en la condición del ser humano como sujeto de derechos, como valor supremo de todo cuanto existe, sin caer por ello en el exceso del antropocentrismo, hoy por hoy con toda razón fuertemente cuestionado.
Y con él sobresale la reivindicación de la persona humana y de su dignidad connatural, más allá del lugar social y las funciones que ocupe y realice. Quienes defienden y promueven los derechos humanos se hacen hoy cargo de este imperativo que podríamos denominar categórico, y por ello su actuación constituye en la práctica no únicamente una crítica pertinente al sistema, sino también un criterio útil para avanzar en la construcción de mediaciones históricas que hagan posible transformar progresivamente la realidad que nos agobia.
El rescate de la dignidad humana es, en efecto, uno de los contenidos éticos básicos para superar la crisis de civilización a la que hemos llegado. Cuánto más que el nuevo constitucionalismo intenta superar, todavía sin mucho éxito, ver disminuida la obligatoriedad de los derechos humanos a la exigencia de reconocimiento por parte de los Estados. La dignidad de la persona humana radica antropológica y ontológicamente en su condición de ser sujeto, por su capacidad racional de autodeterminación. De ello deriva éticamente su carácter de fin, y por ello constituye el valor supremo en muchos de los sistemas morales, pertenecientes incluso a diferentes culturas.
Así lo planteó metafísicamente, desde la Edad Media, Tomás de Aquino, y así lo postuló igualmente en su obra Fundamentación de la metafísica de las costumbres (Madrid, Espasa-Calpe, 2ª, pp. 82-83 y 93) Immanuel Kant, que tanto influjo tuvo en el pensamiento político y jurídico moderno. En esto funda también el filósofo de Königsberg el imperativo moral de tratar al ser humano como un fin en sí mismo y como el valor máximo de la convivencia social y del ordenamiento jurídico.
Y en ello se fundamentan, filosóficamente hablando, los derechos humanos, como condiciones indispensables para que el ser humano viva de una manera congruente, y pueda alcanzar su desarrollo y perfección. Sin dejar de tener en cuenta que éstos responden a necesidades fundamentales experimentadas por las personas, y que su reconocimiento político y jurídico es resultado de luchas y conquistas para alcanzar mayores posibilidades de ejercicio de la libertad y la equidad frente al ejercicio del poder.
Fuente: La Jornada