Frente a las dictaduras o estados autoritarios en el mundo, pero particularmente en el Medio Oriente, hay un dilema difícil de resolver: ¿son preferibles dictadores con regímenes estables o intentos de cambio de régimen impulsados desde fuera?
Como decía en mi artículo anterior la respuesta al dilema depende de la perspectiva desde la cual están colocados. Para una potencia como Estados Unidos probablemente la respuesta sea dictaduras estables. Pero como lo vimos en los eventos de Libia, Egipto, Siria y Yemen las cosas duran hasta que se acaban. ¿Cuánto tiempo le queda a la estabilidad de la dictadura saudita, el verdadero blanco del Estado Islámico? Y por otro lado las intervenciones, aún la supuestamente humanitarias, llevan a enorme inestabilidad.
El tema es absolutamente trascendente para el mundo, pero particularmente para Europa y para Estados Unidos. Europa sufre las consecuencias de dos carencias propias. Una es que desde los círculos de poder nunca se pensó en una unificación real y profunda de las sociedades y sus muy diversas culturas, sino que se apostó centralmente a la carta económica y muy reducida a la moneda común y a los intercambios comerciales. No se entendieron los profundos cambios demográficos en sus sociedades, en particular el envejecimiento de su población y el peso mayor en lo económico, lo político y lo cultural de la población migrante, pero establecida de manera permanente en esos países. Más que a la profundidad del pacto europeo apostaron a la expansión y por ello aceptaron a países que dudosamente alcanzan mínimos estándares de democracia y pluralismo, particularmente de los ex países comunistas. Por otra parte, la política exterior europea estuvo fuertemente impregnada por una idea muy de la guerra fría –Estados Unidos es la policía del mundo– que nunca ha sido completamente cierta pero que lo es menos a partir de la caída del muro de Berlín.
La campaña presidencial en Estados Unidos expresa estas tensiones. Estados Unidos no puede renunciar a su papel de gran potencia, porque sus élites creen en esto, salvo que algunos sectores quieren los beneficios de gran potencia –imponer una moneda mundial, por ejemplo– sin asumir sus responsabilidades y obligaciones globales. Entonces se producen adefesios como Carson, Cruz y Trump, cuya base social –de este último– está constituida por blancos de más de 45 años, ex obreros industriales afectados por los tratados comerciales que han perdido su estatus de clase media –no más de dos carros, casa propia y vacaciones en Disneyland. Además se encuentran tremendamente afectados por la epidemia de la heroína, cuya demanda se ha incrementado, como consecuencia de la adicción de este sector a los medicamentos para curar diversos tipos de dolores físicos.
Finalmente están las crisis de gobernabilidad mundial. Por un lado es claro que antes de que se caiga en pedazos, el nuevo secretario general de Naciones Unidas tendrá realmente que hacer una reforma profunda y una severa reducción y focalización de sus objetivos. Los organismos de Bretton Woods son lo más disfuncional que existe en la gobernanza mundial. Parece think-tanks y no organismos para orientar las políticas monetarias, de comercio o de desarrollo. Su ineficiencia es sencillamente ridícula. Y mientras tanto, se apilan los nuevos retos en materia de cambio climático, de crisis económicas y sobre todo de un nuevo sentido compartido sobre el mundo que habitamos.
Así es que el panorama no se ve bien.
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Fuente: La Jornada