Podemos incluso enumerar algunas de las características que asume esta tormenta. El triunfo del Brexit en Reino Unido, el crecimiento de las extremas derechas y del racismo antinmigrante, con la posibilidad de que ganen el gobierno en Francia, son algunas de sus principales manifestaciones europeas.
El golpe de Estado fracasado en Turquía y la creciente desestabilización de Medio Oriente, donde la violencia es el modo casi único de resolución de los conflictos. La intervención de todas las potencias en el escenario más caliente del mundo, incluidas Rusia y China, en defensa de sus intereses nacionales. La terrible y silenciada guerra en Yemen, donde Arabia Saudita perpetra crímenes de lesa humanidad sin que Occidente levante la voz.
Triunfo de Donald Trump y viraje antichino en Washington, con grandes posibilidades de que se produzca un conflicto mayor en el Mar del Sur de China, escenario estratégico donde transcurre la mayor parte del comercio exterior de la potencia asiática y navegan los grandes barcos que le suministran petróleo. La ventaja
del triunfo de Trump es que impide ocultar la decadencia estratégica y la debacle moral de la superpotencia.
En América Latina, 2016 fue el año en que las derechas se hicieron con el gobierno en dos países claves: Argentina y Brasil. La paz en Colombia es asignatura pendiente, toda vez que la firma del acuerdo entre el gobierno y las FARC no impide que los militantes sociales sigan siendo asesinados, superando con mucho el centenar de muertos en los años recientes. En Venezuela se cruzan la voluntad destituyente de la oposición con la incapacidad del gobierno de estabilizar el país.
El giro conservador es apenas coyuntural. Lo fundamental es que los gobiernos pierden legitimidad y la estabilidad se evapora a velocidades impensables años atrás. Crisis de legitimidad que se ven agravadas ante la persistencia de crisis económicas y el aumento de la ya gigantesca desigualdad.
En cada uno de estos escenarios los sectores populares son los más afectados. Sin embargo, estamos apenas ante la primera parte de la tormenta que, fuera de dudas, se profundizará en los próximos años. Quisiera comentar tres aspectos de esta tempestad que puede enterrar el capitalismo, pero que se cierne también como una terrible amenaza sobre los pueblos.
La primera es que estamos ante una tormenta sistémica, que no es coyuntural. No es una crisis que será superada con la introducción de algunos cambios para que todo vuelva a la normalidad. Por lo tanto, las soluciones serán sistémicas o todo seguirá igual. El modelo extractivo/cuarta guerra mundial ha erosionado a los estados nación, ha desorganizado las sociedades, evaporado las autoridades y dislocado todas las variables del sistema mundo, incluidos los partidos de izquierda y los sindicatos.
Esto quiere decir que ya no podremos apoyarnos en las viejas instituciones legadas por un sistema mundo también desarticulado, sino que debemos abocarnos a crear otras nuevas, capaces de sostenerse y navegar en este periodo de agudas tormentas. Como siempre sucede, las culturas políticas son muy resistentes a los cambios y se niegan a ser desplazadas por lo nuevo.
A su vez, lo nuevo es a menudo poco consistente o es considerado escasamente útil por las viejas culturas necróticas; pero este desencuentro es inevitable, forma parte de la tormenta en curso y no habrá de ceder por un buen tiempo. Por lo tanto, habrá que tener mucha paciencia para no responder con crispación a las provocaciones.
La segunda cuestión es una pregunta: ¿quién nos va a proteger ahora que los estados y las instituciones del sistema mundo son incapaces de hacerlo? Es una interrogante que se formuló hace dos décadas Immanuel Wallerstein y mucho se ha avanzado en esa dirección, aunque aún es insuficiente. La respuesta es: nosotros y nosotras, con nuestras propias fuerzas, siempre que estemos organizados. O sea, en colectivo.
En este sentido, deberíamos reflexionar sobre los derechos humanos. Ningún estado, ninguna institución, ningún gobierno va a defender la vida de los de abajo. O porque no quieren o porque no pueden. O por ambas cuestiones a la vez. En México, por ejemplo, los familiares y amigos de los 43 de Ayotzinapa saben que no se hará justicia. El razonamiento es bien sencillo. Si fue el Estado el responsable de las desapariciones, no puede ser ese mismo Estado el que haga justicia. Hacer justicia es superar las causas de la política de genocidio. O sea, poner fin a la cuarta guerra mundial/acumulación por despojo.
La tercera cuestión radica en el cómo. En los caminos que vamos a emprender para superar esta tormenta. Es, por tanto, una cuestión de largo aliento, estratégica o como se quiera denominar. Pero las estrategias no se inventan. Se trata de sistematizar lo que hacen los pueblos para sobrevivir.
Lo que vemos es un doble trabajo consistente en resistir y crear, en defenderse de los jinetes de la muerte y en recrear y reproducir la vida. No es algo novedoso, sino el sentido común de los pueblos a lo largo y ancho del mundo. Desde Rojava hasta Chiapas, pasando por donde se pueda imaginar, se resiste y se crea o, si se prefiere, se resiste creando con base en la organización colectiva.
La autonomía es, por lo tanto, un imperativo de las circunstancias, no una mera opción de tal o cual corriente ideológica. Si no somos autónomos, no podremos construir ni resistir. Hoy más que nunca, la vida es sinónimo de autonomía.
Fuente: La Jornada