Por Ilán Semo
“Merry crisis and happy new fear” (Feliz crisis y mejor miedo nuevo). Esta pinta, escrita en un muro de Atenas en 2008, cuya imagen precede al texto más reciente elaborado en Tarnak (A nuestros amigos), podría servir como rúbrica del año que se fue y del que está por comenzar.
Si algo distinguió al concepto de crisis desde el siglo XIX fue que denotaba el momento decisivo del cambio; el momento en que el cambio ya no sólo era incierto, sino virtualmente deseado, porque ya todo parecía haber escapado al control. Una suerte de catástrofe natural que se imponía con su propia lógica. Fue esa la oportunidad que Louis Blanqui aprovechó en 1848 para disuadir a París con el más simple de todos los lemas: Lo peor sería seguir así.
Desde los años 70 y 80, Milton Friedman empezó a modificar este concepto. “Si quieres imponer un cambio –recomendaba a los Chicago boys– desata una crisis”. Como si se pudiera experimentar con la sociedad de la misma manera que en un laboratorio. Desde entonces, la tecnocracia ya no se intimida frente a las crisis; por el contrario, se afana en propiciarlas.
El nombre que se le da hoy al concepto en los medios del public managment es el de restructuración. Una restructuración continua, sin cesar, siempre inacabada de toda lógica social permanente; de las formas de la sociabilidad y de la sociabilidad de las formas; de los hábitos y las instituciones públicas y privadas; de los grandes consorcios y las microempresas; de la microfísica familiar y la infraestructura de los barrios. La restructuración es la manera de fraguar, a través del enloquecimiento de las bases mismas de la existencia, la imposibilidad de la emergencia de lo que se opone. En suma, el estado permanente de crisis para evitar la crisis final. O bien: la crisis como técnica de gobierno.
Si alguna lógica respaldó las reformas estructurales de 2014, fue acaso la desestabilización de todo para estabilizar a una élite política incapaz de garantizar algo más que la reproducción de su propia ineptitud. La reforma fiscal la enfrentó al empresariado en su conjunto. La ley educativa desató la ira de los educadores. Y la reforma energética aún espera ganar credibilidad en una escena global que no hace más que levantar las cejas frente a un gobierno que confunde los privilegios con las prebendas, y los honorarios con las comisiones.
Los manuales actuales en los que se educa la tecnocracia indican que hoy la única manera de gobernar consiste en apuntar a lo imprevisible: el cálculo de riesgos. Pero ninguno de esos cálculos enseña cómo gobernar a un sistema que se rige por la desconfianza absoluta. No tanto la desconfianza de la ciudadanía en sus representantes, sino la de los miembros del sistema sobre sí mismos. El lugar en el que la crisis mexicana no parece tener fin en la actualidad es más que evidente: la esfera política.
Las declaraciones del general José Francisco Gallardo, los nuevos trompicones del procurador general para explicar lo inexplicable y los reportajes de la revista Proceso, indican que el atroz crimen de Ayotzinapa, más que el resultado de las confabulaciones de un alcalde local, involucra a instituciones federales. Dos en particular: la Policía Federal y la tropa estacionada en la zona. Es decir, se trata de un crimen de Estado. El dilema es que frente a las evidencia más pacientes, todos guardan ya silencio. Los diputados priístas y panistas que no ahorraron un segundo pidiendo justicia contra el alcalde de Iguala –acusado de otros homicidios–, guardan silencio. Los senadores que exigieron la renuncia del gobernador de Guerrero –contra el cual debería ya abrirse un juicio– también guardan silencio. Los medios masivos que construyeron el caso Abarca de la mano de los comunicadores oficiales, ni un guiño sobre el giro que ha dado el caso.
¿Cómo entonces construir un estado de derecho, si en el momento decisivo en que se pone a prueba, un crimen de Estado –materia básica de un régimen que aspira a gobernarse y gobernar bajo ese principio– sus principales representantes dan la espalda? Falta la opinión de la Suprema Corte de Justicia. ¿Acaso habría que esperar algo de ella?
Las movilizaciones sociales que han exigido la presentación de los normalistas desaparecidos continúan. Pero ahora con más profundidad. En los primeros actos de noviembre, cuando la gente rodeaba los edificios públicos y la policía se ensañaba para cerrarles el paso, en realidad lo hacían no tanto para impedir que los manifestantes tomaran los edificios, sino más bien para no mostrar que en ellos ya queda muy poco, que ahí sólo existe un halo de un pasado incierto; es decir, que el poder ya no está situado en las instituciones.
Es el saldo del proceso de criminalizar la esfera de lo político. Proceso que se inicia marcadamente a partir de 2007. Ahí donde todo adversario efectivo puede ser definido como un criminal en potencia, la posibilidad de la confianza en todos los frentes se va desgastando. Hasta corroer a la estructura misma que garantiza lealtad en quienes toman las decisiones máximas.
Fuente: La Jornada