Por Epigmenio Ibarra
“Para los que de sangre salpicaron la patria,
pido castigo.
No los quiero de embajadores,
tampoco en su casa tranquilos,
los quiero ver aquí juzgados
en esta plaza, en este sitio”.
Pablo Neruda
Han pasado 51 años, toda una vida, desde esa noche en la que el gobierno priista de Gustavo Díaz Ordaz decidió ahogar en sangre las demandas del movimiento estudiantil. No fue lo suyo un capricho personal, tampoco una medida excepcional o desesperada. Fue la confirmación expresa de la vocación represiva de un régimen para el que conculcar los derechos de la ciudadanía era la única forma de prevalecer.
Nuestro país por fin ha cambiado. Las y los mexicanos nos deshicimos pacíficamente, acudiendo en masa a las urnas, de ese régimen autoritario y corrupto que, con el tiempo y para sobrevivir con un rostro más “presentable”, enarboló las banderas de dos distintos partidos políticos manteniendo los mismos vicios. Honramos así, al votar por la transformación de México, la lucha que por los derechos y las libertades democráticas libraron hace cinco décadas los jóvenes de este país.
Cincuenta y un años tuvieron que pasar y a los asesinados en Tlatelolco, a los detenidos ahí, a los torturados en el Campo Militar No. 1, hubieron de sumarse miles, decenas de miles de asesinados, de desaparecidos, de torturados, de presos políticos, de perseguidos en todo México. La represión sistemática permitió la consolidación del régimen y derivado de la misma se produjo el saqueo de la nación.
Las pancartas que llevaron los estudiantes en 1968, las consignas que gritaron en las calles —esas que la tv no vio, a las que la radio no les hizo eco, las que la prensa escrita ignoró— fueron las mismas que durante 51 años expresaron a lo largo y ancho del territorio nacional obreros, campesinos, ciudadanas y ciudadanos de todos los oficios y todas las clases sociales.
Queríamos en México —y por eso se luchó durante 51 años— la democracia y la libertad sin cortapisas de las que hoy finalmente gozamos. Queríamos también que la corrupción y la impunidad —ingredientes genéticos del régimen— dejaran de ser la única ley en este país herido. Nada de lo logrado fue una graciosa concesión del Estado, resultado de maniobras de la clase política o de conspiraciones en palacio. Lo conquistado costó sangre en las calles y los campos de este país. Muchas vidas se perdieron. Por eso, olvidar lo sucedido el 2 de octubre sería a un tiempo criminal y suicida de nuestra parte.
Criminal porque olvidar es volverse cómplice de los represores, de los torturadores, hacerse a su imagen y semejanza. Suicida porque si no reconocemos que la democracia y la libertad de la que hoy gozamos es resultado de la lucha de generaciones —y emulamos su decisión y su coraje— habremos de perder lo conquistado y cancelaremos nuestro futuro.
Olvidar el 2 de octubre y las demandas del movimiento estudiantil equivale a entregar, sin luchar siquiera, la democracia recién conquistada. Es tanto como ceder el terreno a los mismos que ordenaron disparar aquella noche hace 51 años en la plaza de Las Tres Culturas. A esos que aún no han sido castigados y están libres y operando, desde distintos frentes, para restaurar al viejo régimen.
@epigmenioibarra
Fuente: Milenio