Por Robert Fisk
¿Cuántas veces se tiene que matar a un hombre antes de que muera? No es la primera vez que el mulá Mohamed Omar, emir de los creyentes, amigo y protector de Osama Bin Laden, creador del talibán, destructor de imágenes de piedra, ha muerto.
De hecho, ha muerto tres veces antes, la más espectacular a manos de la notoriamente cruel –y notoriamente torpe– agencia de Interservicios de Inteligencia (ISI) de Pakistán en 2011. Falso en esa ocasión, desde luego. El propio Bin Laden pereció no menos de dos veces antes que los estadunidenses lo asesinaran en 2011. Hasta George W lo dio por muerto en 2002. Luego estaba muriendo de cáncer; después, de insuficiencia renal. La publicación Top People’s Paper mató incluso al ayatola Jomeini –de cáncer– mucho antes que en verdad falleciera.
Si todas las historias fueran ciertas, esos tipos hubieran superado varias veces la resurrección más importante de todos los tiempos. Es el sueño del oficial de inteligencia y la pesadilla del periodista.
Hace tiempo, cuando corrían las primeras versiones de que Bin Laden había muerto en Afganistán, un rufián paquistaní que lo conocía bastante bien me dijo que sabía por qué esos tipos seguían pereciendo. La CIA, el MI6, el FSB ruso y el ISI paquistaní, dijo, declaran muertos a sus enemigos para provocar que asomen la cabeza y revelen su ubicación.
“Y de pronto, ‘zas, es verdad”, añadió. En busca de fuentes, los pobres periodistas tienen que escribir obituarios cruelmente confusos para el caso de que el viejo figurón en verdad se haya ido al otro barrio.
Así pues, siguiendo esa tradición tan conocida y más bien grotesca, aquí va: el mulá Omar, tal vez yerno de Osama Bin Laden pero sin lugar a dudas tuerto, se declaró emir de los creyentes –incluso vestido con la túnica del profeta (si en verdad era la túnica del profeta)– en Kandahar, en 1996, y luego condujo a sus puristas del talibán a la victoria contra los mujaidines que habían echado a los rusos de lo que en poco tiempo se convirtió en el emirato islámico de Afganistán. Fue jefe de Estado durante cinco años, hasta que dio asilo político a Bin Laden después del 11-s y acabó como fugitivo, con una recompensa de 10 millones de dólares por su cabeza.
Aprobó la eliminación de homicidas, adúlteros y estatuas de Buda, y era temido y respetado por jóvenes que no vacilaban en colgar televisores de los árboles para mostrar su desprecio por las imágenes esculpidas, y, con toda probabilidad, por los periodistas.
Su deceso más reciente, según las fuentes usuales, pudo haber ocurrido hace dos o tres años –antes que el Isil comenzara a incursionar en su terreno–, así que si resulta que aún vive, debe ser sin duda el emir de los no muertos. Tal vez los estadunidenses deberían corregir su recompensa de 10 millones por un ligeramente más inspirador vivo Y muerto.
© The Independent/ Traducción: Jorge Anaya
Fuente: La Jornada