Por Marcelo Colussi
Lance Armstrong, el ciclista estadounidense ganador consecutivo de siete Tours de Francia, acaba de confesar públicamente que utilizó sustancias prohibidas en su carrera deportiva. “ ¿Tomó sustancias prohibidas? “Sí” ¿EPO? “Sí” ¿Transfusiones de sangre? “Sí” ¿Testosterona, hormona de crecimiento o cortisona? “Sí” ¿Lo hizo en todos y cada uno de los Tours de France que ganó? “Sí” ”, fueron las preguntas y respuestas con que la periodista Oprah Winfrey y el propio ciclista en cuestión dejaron atónita, o más aún: indignada, a una teleaudiencia multitudinaria.
En realidad, no fue ninguna sorpresa que saliera a luz el dopaje en una práctica deportiva; lo sorprendente en este caso fue la declaración de Armstrong tras años de haber negado categóricamente el uso de drogas prohibidas. Probablemente toda esta confesión ante cámaras de televisión puede ser parte de una estudiada maniobra. No está claro aún hacia dónde se apunta con esto, pero desde ya puede pensarse en posibles agendas ocultas más allá de un “sentimiento de culpa” por parte del texano de 41 años. Más aún: si todo esto admite una lectura crítica en términos sociales y/o políticos, ello excede a las razones subjetivas que pueda haber en la persona de Lance Armstrong. Y así fuera que la confesión no es sino un sentimiento absolutamente íntimo que lo ha llevado a este mea culpa público, el análisis que pretendemos no se invalida.
¿Por qué lo hizo? No es precisamente eso lo que debe llamarnos a la reflexión crítica. El caso puntual de Armstrong –más notorio que otros casos de dopaje en el deporte quizá– tiene ribetes increíbles, y probablemente podrán encontrarse allí determinantes que guardan relación con su muy peculiar situación personal: alguien que luchó contra el cáncer y que demostró un espíritu de superación especialísimo, lo que puede desembocar en un hambre de triunfo voraz; tan voraz, que no se detuvo ante la transgresión, lo que le llevó al uso de estimulantes prohibidos. Pero no es esa variable subjetiva, personal, la que deseamos destacar.
La Unión Ciclista Internacional –UCI–, que en octubre del año pasado le retirara todas las medallas obtenidas gracias al uso de esos fármacos prohibidos inhabilitándolo para la práctica del ciclismo profesional de por vida, actuó en forma “políticamente correcta”. Sin dudas, el mensaje que lanzó con ello es una defensa de la ética deportiva de este deporte, puesta en entredicho en estos últimos años con numerosos casos similares. De hecho, entre 1999 y el 2005 –período en el cual Lance Armstrong obtuvo sus siete victorias consecutivas en el Tour de Francia– se registraron alrededor de 20 casos de dopaje en las principales competencias ciclísticas de Europa, en Francia, Italia y España. “Su decisión de enfrentarse a su pasado es un paso importante en el largo camino para recuperar la confianza en el deporte” , destacó enfático el presidente de ese organismo internacional, el irlandés Pat McQuaid, también cuestionado por su presunta connivencia en el caso Armstrong.
Del mismo modo, el Comité Olímpico Internacional –COI– se apresuró a fustigar la confesión del ciclista texano: “No puede haber espacio para el doping en el deporte y el COI condena las acciones de Armstrong y de todo aquel que busca una ventaja injusta con el uso de drogas” .
No caben dudas que todo el sistema de dopaje utilizado por Armstrong, altamente desarrollado, hecho a la más alta escuela a tal punto que nunca pudo ser detectado en el momento en que lo utilizaba, implicó estructuras complejas. Es imposible que lo hiciera él en solitario. La confesión del ciclista tal vez ayude a develar alguna red implicada, y no sería de extrañar que se encontraran encumbradas figuras ligadas a todo el escándalo.
Pero la cuestión va más allá todavía. Si ahora queremos llamar la atención sobre el hecho, no es por una pura cuestión “amarillista” de pseudoperiodismo, para enfrascarnos en la “maldad” de este deportista en concreto, o de alguna red mafiosa a sus espaldas. El fenómeno del dopaje en el deporte profesional que viene acrecentándose en las últimas décadas es un síntoma de descomposición social inocultable. En 1988 el velocista canadiense Ben Johnson, en 1992 la atleta alemana Katrin Krabbe, en 1994 el futbolista argentino Diego Maradona, en 1998 el escándalo del Tour de Francia que termina con redadas policiales y el descubrimiento de una vasta red de dopaje en el ciclismo, en 1999 el atleta alemán Dieter Baumann, en el 2005 el tenista argentino Mariano Puerta y sus compatriotas Juan Ignacio Chela y Guillermo Cañas, en el 2006 el equipo de esquí austríaco, del que seis de sus miembros son suspendidos huyendo de la escena el entrenador Walter Mayer, en el 2006 nuevamente en el Tour de Francia salta el escándalo por dopaje siendo suspendidos nueve corredores, entre ellos el alemán Jan Ullrich y el italiano Ivan Basso, en el 2007 la triple campeona olímpica estadounidense, la velocista Marion Jones, en el 2009 la alemana quíntuple campeona olímpica de patinaje Claudia Pechstein, en el 2010 nuevamente un ciclista, el español Alberto Contador, en el 2012 otro ciclista, el alemán Jan Ullrich, sólo por mencionar algunos de los más connotados casos. El ciclismo, evidentemente, evidencia un marcado uso de sustancias prohibidas; pero ello se repite con frecuencia en los más variados deportes, en figuras estelares como todos los arriba mencionados así como en deportistas de segundo nivel. ¿Qué significa todo ello?
Si la práctica del deporte profesional, que se supone debería ser la promoción de una vida sana libre de sustancias psicoactivas, puede verse continuamente tocada por estas transgresiones, en muchos casos con connotaciones policiales, ello nos habla de un “espíritu de la época” cada vez más centrado en el disparate. No puede entendérselo de otra manera: ¡disparate!
Por un lado, y como primera cuestión a analizar: ¿por qué el deporte ha ido dejando atrás de un modo total, sin retorno, el carácter amateur para devenir una mercadería más? Las reglas del mercado, en tanto centro omnímodo de la vida actual, sin dudas fijan todas las actividades humanas. El deporte no podría escapar a esa lógica. A partir de ello surge la segunda cuestión: el capitalismo, en tanto sistema que sólo se alimenta del lucro, no sabe de ética, de valores, de solidaridad. Sólo se trata de ganar. Un deportista profesional, expresión a ultranza de esa lógica, símbolo rutilante del “éxito” al igual que cualquier estrella de la farándula, enceguecido por los reflectores ¿por qué habría de tener aseguradas las barreras éticas en la búsqueda de ese éxito que el sistema reclama a cada instante? No todos los deportistas profesionales se doparán para aspirar al triunfo, pero evidentemente muchos sí. De hecho, muchas grandes figuras del deporte profesional pusieron el grito en el cielo al conocerse recientemente las declaraciones del ciclista estadounidense. Pero no se trata aquí de una simple cuestión de “buena” o “mala” voluntad de tal deportista en cuestión.
Lance Armstrong o Diego Maradona, por dar algunos ejemplos, no son más “reprochables” que aquel deportista que jamás usó estimulantes; no puede agotarse el análisis en su “mala conducta personal”. Obviamente no se la puede justificar, así se entienda que puede ser síntoma de sus estructuras de personalidad. Si Maradona, lamentablemente para él, es un adicto crónico: ¿habrá que “regañarlo” por su “mala conducta”? ¿Esa es la prescripción profesional para los toxicómanos? No va por ahí la cuestión. Lo que se quiere evidenciar ahora es que estas prácticas tan comunes en el deporte profesional actual son, en definitiva, expresión de un medio que obliga al éxito a toda costa, fetichizando el triunfo a cualquier precio. Algunos, por las razones subjetivas que sea, no dudarán en transgredir. El mandato social está allí invitando a hacerlo. El “triunfo” seduce, llama, cautiva. Así funcionan las drogas prohibidas: ahí están, como una mercadería más invitando a su consumo. Muchos las prueban y algunos quedan “enganchados” de por vida. Maradona, aún adicto, sigue siendo ídolo popular en su país, y su transgresor histórico gol “con la mano de dios” no es objeto de vergüenza de sus seguidores, sino de enorgullecimiento. Lo mismo pasa con cualquier fortuna: la transgresión está en su base, la explotación, el despojo. ¿O alguien puede hacer fortuna trabajando honestamente? El “éxito” de los millonarios, del sistema en definitiva, no se fustiga, sino que se premia.
Si el sistema, el macrocosmos, pide “triunfo”, “éxito”, “victoria” a toda costa (esos son los valores primeros de nuestro mundo, en cuyo nombre se hacen guerras, se mata, se hace espionaje industrial o se invaden países), algunos desde el microcosmos (Armstrong, Maradona, etc., la lista es larga e incluye también a muchos Juan de los Palotes que no hacen declaraciones ante cámaras de televisión) se lo toman demasiado en serio, y pueden vender el alma al diablo por conseguirlo.
En otros términos: todo el sistema basado en el “triunfo”, en el lucro como ideal supremo –tal como es nuestro capitalismo dominante, muy sano y rozagante y sin miras de caer en lo inmediato– lleva implícita la transgresión. Las normas sociales ordenan la vida, impiden la transgresión como práctica normal, pero el “éxito” –bien superior por excelencia de ese sistema– no se detiene ante nada. Sin dudas el COI no premia el dopaje y, por el contrario, castiga ejemplarmente a quien incurre en él. Pero el sistema general de valores en el que se desenvuelve, quiera que no, indirectamente lo termina promoviendo. Armstrong, al igual que cualquiera de los gladiadores modernos (muy bien pagados, por supuesto) que el sistema implementa para su monumental y cada vez más fríamente calculado “pan y circo” ¿por qué no habrían de apelar al engaño si es eso lo que cimienta todo el aparato social? La justicia, la solidaridad, el amor y la paz son el barniz políticamente correcto del sistema, pero la explotación inmisericorde y la guerra son su motor real. Un deportista profesional que se dopa –el transgresor texano para el caso, que quizá a nivel personal sí necesite ayuda psicológica– no hace sino repetir ese modelo tan “normal” que mueve al mundo contemporáneo. Y eso, sin dudas, es un disparate.