Por Margo Glantz
Empecé a usar el tuiter cuando advertí que podía ser un arma política formidable y un medio idóneo para obtener información de manera casi instantánea. Fueron los movimientos populares surgidos en los países árabes los que me hicieron interesarme en participar de manera activa en él. Pensar que con sólo unas cuantas palabras se pueden difundir cosas importantes y organizar a la gente casi con la rapidez del sonido me atrajo de inmediato: exagero, obviamente, pero ¿acaso la palabra inglesa twitter no significa trino o gorjeo? ¿Es decir, algo rápido, melodioso, y a la vez inmediato?
Me divirtió leer en una entrevista reciente que pertenezco a la generación del cine mudo: soy antediluviana. En algo tienen razón: desde entonces han acaecido cambios tecnológicos tan vertiginosos que nuestra percepción de la realidad se ha alterado medularmente: la irrupción a la vida cotidiana de objetos como el teléfono celular, los iPad, el Google, el Facebook, sin los cuales parece que no podríamos sobrevivir, modifican nuestra relación con el tiempo y con el lenguaje, afirmaciones casi redundantes por tan reiteradas.
Me divierte también estar catalogada como anciana que se moderniza y advierto de repente que, como le pasaba a uno de mis autores preferidos, David Markson (toute proportion gardée), empiezo a ser reconocida por no ser conocida, o para decirlo mejor, se me reconocen méritos como escritora porque a esta edad longeva me atrevo a utilizar el Twitter de manera cotidiana.
Y no sólo eso, tuitear constituye un gran desafío, permite caer de bruces en el narcisismo flagrante sin que los parámetros tradicionales de modestia nos ruboricen. Se puede publicitarse de manera desvergonzada y lícita; difundir, como si fueran aforismos, textos de nuestros escritores favoritos; lograr que el tuitero se convierta en un poeta japonés: ¿quién que es quién no intenta ser ingenioso, transgresor y pergeñar con 140 caracteres (con espacios) maravillosos haikus?
El tuit permite quizá abolir el sicoanálisis, sobre todo el lacaniano que por lo general nos dedica apenas 10 minutos de su tiempo. Con el tuit casi dejan de existir los diarios; las quinceañeras no necesitan comprar cuadernos provistos de cerradura para consignar sus pensamientos más secretos: el tuit ha abolido la intimidad, aunque ya antes nos habían acostumbrado a ello los reality shows de la televisión internacional.
Con el tuit podemos ventilar nuestras penas, anunciar nuestros triunfos, compartir nuestras lecturas, denunciar a nuestros políticos, exigir justicia, atacar y alabar a nuestros seguidores y morir de envidia cuando leemos que el papa Benedicto o un amigo escritor tienen más seguidores que nosotros.
Es más, escribirlos es como continuar en la senda de varios escritores que admiramos; parecerse, aún mínimamente, a Joe Brainart cuando desde 1970 empezó a escribir su libro I remember: Me acuerdo del primer dibujo que recuerdo haber hecho. Era una novia con un vestido con la cola muy larga. O Georges Perec que, imitándolo, se dedicó a escribir lo que recordaba en Je me souviens: Recuerdo cuando había pequeños autobuses azules con tarifa única o “Me acuerdo que estaba yo abonado a un club del libro y que el primero que compré fue Bourlinguer de Cendrars. O David Markson, quien decidió renunciar a la forma tradicional de la novela produciendo textos aparentemente desligados unos de los otros y que sin embargo conformaban un tipo de textualidad extraordinariamente creativa y original: ¿No dice en Punto de fuga: “A los siete u ocho años, Freud se orinó a propósito en la recámara de sus padres? O también que En su testamento, Shakespeare no menciona un solo libro o manuscrito entre sus posesiones.
¿Y no dijo de manera inimitable Tito Monterroso que: Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí?
¿Y por qué no ceder a la tentación narcisista de inscribir en este espacio alguno de mis propios tuits?: Borges es mi virgen de Guadalupe.
Twitter: @margo_glantz
Fuente: La Jornada