Desde hace 10 años los familiares de migrantes desaparecidos en el camino hacia Estados Unidos organizan una caravana por México en busca de información que pueda ayudar a encontrarles
Por Leopoldo Hernández y Valentina Valle/ Pep Companys
“Mientras esté viva no me canso, sólo muerta voy a dejar de buscarlo”, exclama una mujer morena, de rasgos finos y corta estatura. En su mirada se refleja el cansancio de la espera. Sobre su pecho cuelga la fotografía de un joven que viste una playera negra con una cobra en blanco, los pulgares en las bolsas de los tejanos. “Marvin Leonel Alvarez Portillo. Desapareció el 15 de julio de 2010”, se lee. Ella es Reyna Isabel Portillo, originaria de El Salvador. Desde hace cuatro años busca a su hijo. La pobreza extrema en la que vivía en ese país de Centroamérica lo obligó junto con su primo a emprender uno de los viajes más peligrosos que pueden hacerse: la búsqueda del sueño americano.
Lo último que supo de él fue lo que su sobrino le narró por teléfono: intentaban cruzar el río Bravo en la frontera entre México y Estados Unidos. El vuelo raso de un avión los tiró a la corriente. Nada más después de esto. “Si mi hijo se me murió, si Marvin se murió decidme, y así ya no lo busco, me voy a conformar que ya está muerto”, recuerda ella que le dijo al sobrino. “No tía, yo sé que Marvin muerto no está porque si no me ahogué yo, que no se nadar, ahora él sí sabía. Sígalo buscando que en algún lugar debe de estar”, fue la respuesta.
Y ella le sigue buscando. Se unió al Comité de Familiares de Migrantes Fallecidos y Desaparecidos de El Salvador (Cofamide), que junto con el Movimiento Migrante Mesoamericano (MMM), organiza anualmente una Caravana de Madres de Migrantes Desaparecidos que recorren distintos estados de México para buscar a sus hijos.
Esta décima marcha, que fue denominada Puentes de Esperanza, salió de Tenosique, en el estado mexicano de Tabasco, el 20 de noviembre, fecha histórica del inicio de la Revolución mexicana y jornada nacional e internacional de movilización por los 43 estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa, secuestrados por la policía municipal de Iguala, en Guerrero, el 26 de septiembre y desaparecidos desde entonces. Una involuntaria coincidencia hizo que también los integrantes de la Caravana sean 43.
En su recorrido por el país, el grupo de familiares visitó 23 ciudades y 20 Estados, un total de 4.000 kilómetros. Una búsqueda sin descanso, que se dio en las plazas, a lo largo de las vías del tren tristemente conocido como La Bestia, en bares, cantinas, centros nocturnos y zonas rojas, en los albergues para migrantes, en algunas estaciones migratorias y centros de detención donde el Movimiento Migrante Mesoamericano, la asociación organizadora, tiene noticia de la presencia de un alto número de centroamericanos indocumentados.
En su recorrido, el grupo de familiares visitó 23 ciudades y 20 Estados, por un total de 4.000 kilómetros
El denominador común es la pobreza, la falta de oportunidades, la violencia estructural que aflige los países originarios de estas personas que ven la migración como única oportunidad de una vida mejor o, sencillamente, de una vida: si hasta unos años todavía se podía hablar de “sueño americano”, ahora muchos migrantes ya no dejan su hogar para perseguir este sueño, sino para huir de una pesadilla. Sin embargo, desde 2007, el mismo México, el país hermano que hasta los noventa recibió prófugos de toda América Latina, se ha convertido en un cerco infernal para todos los que se atreven a cruzarlo.
Rubén Figueroa, defensor de derechos humanos e integrante delMovimiento Migrante Mesoamericano, refiere que en México se ha desatado una “cacería” de migrantes luego del lanzamiento, en julio pasado, del Programa Frontera Sur. Sin embargo la violencia y agresiones contra los Centroamericanos que buscan llegar a Estados Unidos no son un fenómeno reciente. El activista apunta que en la última década, al menos 70.000 migrantes han desaparecido en su tránsito por México. “Este tipo de Caravanas son importantes para visibilizar el problema de los desaparecidos, la búsqueda de pistas por toda la ruta donde transitaron y el llamado al pueblo mexicano a no ser indiferente a esta problemática y solidarizarse con los migrantes”, señala.
Un año después de que Marvin Leonel Alvarez Portillo abandonó El Salvador su padre murió. Dice Reyna que “de tristeza le dio un infarto”. En ese tiempo ella perdió a su esposo y a su hijo. Ahora, sola y sin recursos tiene que ver por su otras tres hijas de 21, 17 y 14 años.
“Es una pesadilla grande, el primer año que yo perdí a mi hijo no tenía vida ya, sentía que me moría. Fui a una iglesia evangélica donde me aconsejaron, tenía que acostumbrarme pues a vivir sin mi hijo. Pero no me resigno a perderlo porque siempre tengo la fe y esperanza que un día vivo o muerto lo voy a hallar. Ya no duermo, como pensando en él, en la mente ando sólo con él, no lo borro ni un momento, sólo dormida no me acuerdo de él. Es muy difícil porque es una pesadilla grande que uno vive. Yo no le deseo a ninguna madre que pase lo que yo estoy pasando”. El último recuerdo que Reyna tiene de Marvin es el día de las madres recibiendo una hamburguesa como regalo. “Aquí le traigo este pan, me dijo. ¿De dónde hallaste dinero?, pregunté. Me lo regaló mi amiga Marisela”. Con el dorso de la mano ella borra las lágrimas, solloza. Levanta una mirada húmeda: “Sabe qué me dijo, algún día voy a ganar dinero y le voy a dar un buen regalo. El regalo que me dio fue el año que se perdió, así que esas palabras se me quedaron grabadas”.
“Con respecto a la situación de inseguridad y amenazas a los migrantes, es como si México fuera dividido en tres zonas”, comenta Fray Tomás González, fundador de La 72, el albergue para migrantes de Tenosique. “En la parte sur del país, el principal enemigo de los migrantes es el mismo gobierno que, a través del Programa Frontera Sur, ha fuertemente militarizado el territorio, cerrando las rutas migratorias tradicionales y exponiendo los migrantes a los riesgos de caminos desconocidos. Sin impedir su tránsito, este Plan lo hace sólo más peligroso. En la parte central, su incolumidad es constantemente amenazada por las maras. Estas bandas criminales, a veces cercanas a los mayores cárteles pero no forzosamente vinculadas con ellos, se ocupan del traslado de los migrantes a través de una red de guías que amenazan, extorsionan y depredan los indocumentados, alimentando también el tráfico de seres humanos y de mano de obra a costo cero. La parte norte, finalmente, está controlada por los tres cárteles del narcotráfico Sinaloa, Juárez y Zetas y sus afiliados. Estos substituyen el estado en la regulación del flujo migratorio, decidiendo quién y cómo puede cruzar la frontera, quién tiene que quedarse con ellos y quién, en cambio, está destinado a desaparecer”, explica.
Frente a esta situación, la lucha de los integrantes de la Caravana no se configura sólo como una petición de justicia para los miles de desaparecidos, sino también como una exigencia de protección y reconocimiento del derecho a la movilidad de los trabajadores, porque la gran mayoría de los migrantes sigue siendo explotada bajo el chantaje de una denuncia de su situación irregular.
En calles de terracería paralelas a las vías del tren caminan familiares de los desaparecidos. Se detienen en la casas, algunas de material y otras de madera, para preguntar por sus hijas e hijos. Con atención algunos de sus moradores observan las fotografías. Fruncen el ceño en un intento de reconocer a alguien. Niegan con la cabeza o dudan si tal o cual alguna vez pasó por el lugar.
Pero María Elizabeth Martínez recibe una buena noticia: alguien reconoce a su hijo Marco Antonio Amador Martínez. El joven hondureño abandonó su país el 22 de febrero de 2013 y fue el 11 de marzo la última vez que se comunicó con su madre desde Tamaulipas, ya en México. En una de las casas a las que se acercó para preguntar, una mujer le asegura que el joven moreno y de mirada tranquila de la foto que trae en el pecho hace alrededor de cinco meses estaba en la zonacharoleando (pidiendo dinero). Ningún dato más. La madre apunta en una libreta la información, esboza una sonrisa de esperanza y va a la siguiente vivienda con la misma pregunta: “Disculpe, ¿ha visto usted a este joven?”.
Es la tercera pista que María Elizabeth recibe durante la Caravana. La primera fue en Tenosique cuando junto con los demás familiares de los desaparecidos expusieron en el Parque Central cientos de fotografías de migrantes desaparecidos buscando que alguno fuera reconocido. Un joven se le acercó y dijo haber visto a su hijo pero no aportó más datos que ayuden a su localización.
En Palenque, en Chiapas, un hombre robusto reconoció a Marco Antonio “de alguna parte”, sin embargo no fue capaz de recordar algún lugar o fecha aproximada. “Tengo esa esperanza de encontrarlo. Me gustaría verle, saber dónde está, por qué no me ha llamado. Sólo él lo sabe. Quisiera que en esta Caravana él buscara los medios para poder platicar conmigo. Yo lo que quiero saber es que él esté bien, si no quiere regresar yo no le voy a obligar porque si ha tomado la decisión de quedarse aquí pues ni modo, está bueno”, dice la madre.
Martina León Macario es una indígena de Guatemala que habla maya-quiché. Con ayuda de su compañera de viaje y de pena, Tomasa Pacjoj, quien va traduciendo la conversación, expresa la tristeza de no saber nada de su hijo, Carlos Manuel González León, desde hace tres años. En un idioma que suena a música dice “sentirse mal y triste” porque no puede hacerse entender en lo que “quiere expresar su corazón”. Carlos Manuel era chofer de camión en el municipio de Chichicastenango, en el departamento guatemalteco de El Quiché. Se fue cuando tenía 27 años. Su comida favorita son los huevos revueltos y el pollo dorado (frito), el que preparan con papas y ensalada. Dejó dos hijos de tres y cinco años. La última noticia que su madre tuvo de él tuvo fue cuando estaba en la frontera con Texas.
Ella habló claro con sus nietos y les explicó que su papá se fue de Guatemala y que no saben dónde está. La mayor dice que cuando sea grande va a encontrar a su papá “porque necesito verlo”. El pequeño llora porque dice que se imagina que su papá ya está muerto.
Martina recuerda que cuando su hijo partió se despidió llorando, le dio un abrazo y explicó que se tenía que ir para comprar un pedazo de tierra y terminar su casa, la que medio construyó con un préstamo. Aún faltan las puertas, ventanas y luz eléctrica. “Primeramente Dios voy a pasar y les mandaré dinero. Les voy a ayudar”, dijo antes de irse.
En la última década, al menos 70.000 migrantes han desaparecido en su tránsito por México, según el Movimiento Migrante Mesoamericano
El activista Rubén Figueroa explica que el fenómeno de la desaparición de los migrantes implica diferentes circunstancias. Una es la falta de infraestructura de comunicación en las comunidades rurales, en algunos casos la inexistencia de teléfonos celulares, el cambio de números telefónicos y el cierre o traslado de casetas públicas para hacer y recibir llamadas.
Así como los altos índices de analfabetismo que imperan en las zonas de extrema pobreza en Centroamérica, lugares de donde proviene el grueso de la población que por estas condiciones de vida, se ve obligada a migrar a Estados Unidos para encontrar mejores oportunidades.
Sin embargo, Figueroa no deja de enfatizar que a partir de 2005 aparece en el escenario un nuevo elemento a tomar en cuenta: el crimen organizado. Es cuando se incrementan los secuestros, extorsiones, desapariciones y demás crímenes cometidos en contra de los migrantes que transitan por México. Además de la criminalización del fenómeno migratorio por parte de las autoridades mexicanas que los coloca en circunstancias de mayor vulnerabilidad, incomunicándolos en cárceles o generando barreras por el hecho de ser indocumentados.
A su paso por Juchitán, en el estado de Oaxaca, los integrantes de la caravana tuvieron la oportunidad de visitar las instalaciones del Centro de Internamiento y Reinserción, en la cual se pudieron recaudar algunas informaciones sobre migrantes centroamericanos que resultan desaparecidos. También visitaron un área limítrofe al cementerio de Juchitán, donde se había recibido noticia de una fosa común con los restos de algunos migrantes. “Esta es la política del gobierno mexicano hacía los migrantes”, fue el primer comentario de Rubén Figueroa, al encontrarse en este terreno abandonado, un basurero donde todavía fuman restos quemados de plástico, flores secos y llantas. Todo lo que queda de las personas que fueron enterradas en este lugar es una fecha, un número de expediente y una letra que indica el sexo del fallecido. No hay cruces, no hay velas, ni siquiera hay nacionalidad. El Movimiento Migrante Mesoamericano y las asociaciones organizadoras de la Caravana de Madres Centroamericanas denunciaron enérgicamente el trato hacía los migrantes indocumentados que cruzan el territorio mexicano, a quien no sólo no se les da asistencia y apoyo mientras estén con vida sino también se les falta respeto cuando, a causa de un país incapaz de protegerlos, se vuelven cuerpos desconocidos que nadie reclama.
A Martina lo que más le da tristeza es entrar en casa de su hijo y mirar sus zapatos, su ropa. Le afecta ver eso y no poder estar con él ni saber dónde está. Después viene la preocupación por los nietos que no tienen a su padre. “Quiero hacer algo por ellos, que tengan estudios”, dice. La lucha por encontrar a Carlos Manuel llegará hasta donde alcance la Caravana, pues ella no puede hacer gastos para buscar por su cuenta. “Mientras tenga vida voy a seguir”.
Fuente: El País