Por Jorge Zepeda Paterson
No sé si la mayoría de los hombres en México hayan acudido alguna vez a un prostíbulo o participado activamente en fiestas amenizadas por escorts sumamente complacientes. Muchos, supongo. Y sin embargo han provocado un efecto devastador las imágenes del vídeo que circulan en las redes sociales de la fiesta privada que un grupo de panistas se organizó con tan cariñosas edecanes.
Hay, desde luego, un cuestionamiento ético, con todo lo subjetivo que ello supone: produce incomodidad, por decir lo menos, captar las caras de legisladores que uno ha visto en la tribuna cuando esgrimían indignados argumentos morales, envestidas ahora de miradas torvas y gestos soeces dirigidos a chicas veinte y treinta años más jóvenes.
Reprobable, como pudiera serlo para muchos ciudadanos, lo anterior no implica delito alguno y no pasaría de constituir un incómodo incidente privado. El problema es que se trataba de una velada en el marco de la reunión parlamentaria que la fracción panista sostenía en Puerto Vallarta. Es decir, un viaje financiado con las partidas que reciben las fracciones procedentes del erario público. Si la fiesta fue pagada con recursos públicos se trataría entonces ya no sólo de un cuestionamiento moral, sino también de un gasto injustificado, de un delito.
Y, no obstante, sea delito o sólo un incidente bochornoso, el efecto político es inmenso. Particularmente, por tratarse del PAN (Partido Acción Nacional). Nadie en su sano juicio tomaría a los políticos por monjes franciscanos, ni esperaría ver rastros de Gandhi o Mandela en el comportamiento de un diputado. Pero sí un mínimo de congruencia con aquellos políticos que convierten a la ética en bandera. Durante décadas este partido hizo de la crítica moral a los excesos y corruptelas del PRI su plataforma política. Se podía estar de acuerdo o no con las tesis de Gómez Morín, Efraín González Luna, Castillo Peraza o Luis H. Álvarez, pero nadie podía poner en duda su rectitud o la autenticidad de su indignación ante los abusos de los priistas.
Parte del desencanto que provocó la llegada del PAN al poder tuvo que ver con su descalabro moral. Primero el Gobierno de Vicente Fox y luego el de Felipe Calderón hicieron muy poco por combatir a la corrupción, pese a hacer de ella su dedo flamígero durante la campaña —cómo olvidar la frase “sacaremos a tepocatas y víboras de Los Pinos”—. Ernesto Zedillo, último presidente priista antes del paréntesis panista, metió a la cárcel al gobernador Mario Villanueva; y el primero, Enrique Peña Nieto, a Elba Esther Gordillo. Entremedio, en los doce años del PAN ningún pez gordo fue detenido. Los excesos de “los amigos de Fox”, y el gusto por la fiesta, las mujeres jóvenes y los apartamentos de lujo por parte de los jóvenes miembros del gabinete de Calderón terminaron por socavar la supuesta honestidad panista. “Son como los priistas, pero sin el oficio”, comenzó a decirse. “Son peores”, afirmó un empresario tapatío. “Como son honestos las comisiones resultan más caras: no se corrompen por 10.000, pero sí por 50.000”.
Ahora que han regresado a la oposición la honestidad panista sigue ausente. El escándalo de los llamados moches —comisiones que las alcaldías deben pagar para recibir recursos federales—, los excesos de los coordinadores del blanquiazul en las cámaras, la detención de funcionarios por golpear a un marido ofendido en Brasil, muestran hasta qué punto los panistas se han acostumbrado al uso discrecional y abusivo del poder.
Probablemente nada exprese con mayor claridad la manera en que este cáncer se instaló en el ADN panista que la tolerancia de Gustavo Madero, líder del partido, con su coordinador en la cámara de diputados, Luis Alberto Villarreal. Este legislador ha sido el centro de la mayor parte de los escándalos recientes, incluyendo el tema de los moches o el tráfico de influencias para favorecer a los casinos y, sin embargo, fue apoyado una y otra vez por su líder, a cambio de su lealtad incondicional. Finalmente, su suerte parece echada gracias al vídeo exhibido.
El PAN es hoy tercera fuerza en el país, según las encuestas de opinión y los resultados de la elección de 2012. A su fracaso político hoy añaden su descalabro moral. Y no es poca cosa. La bancarrota moral es infinitamente más dañina para un partido conservador que para cualquier otro. Sus simpatizantes suelen vincularse a posiciones doctrinarias y conservadoras en asuntos relativos a valores familiares y temas de moral convencional. Por otro parte, son más intolerantes a los excesos de los políticos profesionales, como parte de una desconfianza arraigada a todo lo que se vincula con el Estado. Dicho de otra manera, de un priista el votante sólo espera que tenga oficio, sea eficaz y no robe demasiado; de un panista espera, sobre todo, honestidad y esa expectativa ya se ha esfumado.
El problema del PAN no es sólo que el cáncer de la inmoralidad ha echado raíces; tampoco se observan figuras que proyecten una imagen de integridad que permita al partido regresar a los orígenes. Estos jóvenes ambiciosos de poder que acechan a los líderes actuales no parecen precisamente la versión modernizada de Luis H. Álvarez, y sí la de Luis Alberto Villarreal. Mala cosa.
Fuente: El País