Por Enrique Dussel
Se discute si la guardia o policía comunitaria (como la de la CRAC en Guerrero) son legítimas. El presidente del CNDH, Raúl González Plascencia, ha declarado que son una señal de alarma. El ombudsman insiste en que una frágil línea divisoria distingue las policías comunitarias de los grupos paramilitares. En el editorial de La Jornada del 7 de febrero pasado se escribe que no por ello debe soslayarse que esa vulneración al orden constitucional ocurre con el telón de fondo de un estado de derecho violentado de antemano, ya que se infringiría el artículo 17, que enuncia que ninguna persona podrá hacerse justicia por sí misma. Todo esto merece algunas precisiones semánticas, de principios.
En primer lugar, habrá que distinguir: a) la pretensión de derecho del ciudadano individual que toma en sus manos directamente el cumplimiento del ejercicio de la justicia. Esto no puede aceptarse, ya que el Estado tiene el monopolio del ejercicio de la coacción legítima (si es que es legítima). Pero muy distinto es b) cuando una comunidad originaria, parte del pueblo, desde un derecho consuetudinario (anterior al Estado de las Indias en la época colonial o el Estado mexicano desde el siglo XIX), asume el ejercicio del poder político, que ostenta como última instancia de ser el sujeto colectivo de la soberanía.
El Estado ejerce delegadamente dicha soberanía por representación y fundado, ese ejercicio, en la soberanía popular (que es anterior a la constitución y al estado de derecho). Es decir, cuando una comunidad reúne al pueblo y toma una decisión colectiva según usos y costumbres, no es una persona cualquiera que se arroga un derecho que le niega el artículo 17. El ejercicio de la soberanía del pueblo reunido legítimamente según sus costumbres no es ninguna señal de alarma, sino, por el contrario, señal que debe escuchar el Estado, en el ejercicio del poder obediencial fundado en el pueblo, para atender con suma diligencia ese reclamo que se le impone como una obligación ineludible en favor de dicha comunidad que manifiesta una necesidad perentoria. Es, por tanto, ejercicio de un derecho pleno, anterior a la Constitución y al estado de derecho.
En segundo lugar, la diferencia entre a) la existencia de la policía comunitaria (como la de la CRAC) y b) los grupos paramilitares no tienen una muy frágil línea divisoria, como opina el ombudsman, sino una abismal diferencia (y creer que son simplemente dos actuaciones ilegales semejantes comienza a preocupar). Los paramilitares son organizados por el Estado, los gobiernos, las estructuras militares o grupos de poder que, no pudiendo reprimir legalmente al pueblo que defiende sus derechos, crea estas estructuras violentas para de manera ilegal cumplir sus corruptos fines. Los grupos paramilitares son parte del terrorismo de Estado inconfesable. La policía comunitaria es, en cambio, expresión de la soberanía popular legítima anterior al Estado (y al que éste debería respetar y respaldar, y no pretender comandar, infiltrar, corromper o instrumentar como se está orientando la estrategia estatal en Guerrero con comunidades que no tienen la experiencia de la CRAC).
En tercer lugar, podría pensarse que supuesto el estado de derecho es peligroso ponerlo en cuestión porque crea una situación de caos, anomia, o ingobernabilidad, opina el ombudsman. Habría que preguntarse si existe estado de derecho cuando el Poder Judicial está mostrando debilidad, contradicción y hasta corrupción en tantos miembros, y viendo que hasta en su más alta esfera no se admitió ningún argumento para demostrar un fraude electoral o haber superado los límites de gastos de un candidato en una campaña política, lesionando los intereses de las mayorías; cuando las policías locales, de los estados y federal, y hasta el Ejército, han sido infiltrados por el narco, como es público, quedando la población inerme ante la violencia de los cárteles; cuando las cárceles son escuela del crimen y no lugar de readaptación de los criminales, etcétera.
En realidad si hay algo muy frágil es la línea divisoria entre la inexistencia del estado de derecho y su existencia. Por ello las comunidades más pobres y más golpeadas, de manera legítima (según usos y costumbres, y por la definición constitucional de que la soberanía reside en el pueblo), toman democráticamente la decisión de su autoprotección. Y lo han hecho desde 1995 en la CRAC, en armonía con toda la comunidad, habiendo extirpado el crimen y la droga en sus territorios, ejemplarmente. La intervención de la policía oficial, y aun del Ejército, se manifiesta frecuentemente como problemática, porque se ha mostrado como elemento de conflicto, de peligro para la comunidad y de posibilidad de que se entiendan con las fuerzas del crimen.
En cuarto lugar, se exige que sean entregados por la policía comunitaria los presuntos criminales al Poder Judicial estatal. En la CRAC, desde hace años, se había concedido que las comunidades ejercieran prudentemente la justicia según usos y costumbres, y lo han hecho de modo equilibrado, sabio, y sin mayores conflictos. No son linchamientos o juicios apresurados. Son juicios que van cumpliendo su jurisprudencia ancestral y reciente, y han funcionado. Ahora se exige que entreguen los posibles culpables de crímenes. ¿Tiene realmente el Poder Judicial procesos debidos precisamente definidos para estos casos? ¿No será que muy fácilmente los presuntos culpables serán liberados (como se acostumbra), por falta de pruebas, y las comunidades los vean volver a sus fechorías? Es posible que en esos casos el sistema comunitario de justicia muestre mayor coherencia, pues tiene un conocimiento mucho más completo de las motivaciones de los criminales, y así pueden mejor recabar las pruebas y juzgar apegados a sus costumbres. Grupos de estudiantes de derecho en Acapulco comienzan a estudiar estas cuestiones.
Por último, pareciera que la estrategia política en Guerrero es cooptar este movimiento democrático participativo de las comunidades y subordinarlo a las estructuras del estado local, incorporando esas policías comunitarias a la policía oficial. Ésta desnaturalizaría la experiencia de los pueblos, porque la policía respondería a las órdenes de las estructuras estatales y no a las exigencias de las comunidades. Así, lo logrado se corrompería rápidamente por el deterioro de las instituciones policiales y de justicia en las que el pueblo más pobre sabe que no puede confiar.
Es necesario respetar la dignidad y el derecho de las comunidades originarias y campesinas a que ejerzan una autonomía de autoprotección y de impartición de justicia según usos y costumbres democráticas y participativas, que no sólo solucionarán el problema de la seguridad (que el Estado no puede hoy garantizar), sino igualmente serán escuela de democracia que puede ser ejemplar para toda la sociedad campesina y urbana en general. Lo contrario sería implantar un régimen autoritario, una represión generalizada de los movimientos sociales y comunidades originarias, que nos recordarían tiempos pasados que habíamos esperado que no volvieran.
Fuente: La Jornada