Por Darío Ramírez
Me da gusto que Lydia Cacho esté viva para contar su historia. Fue lo primero que pensé cuando la vi caminar por las calles de Ginebra. Un cierto aire de timidez y confusión se hacían latente en su rostro, pero su sonrisa era reflejo de un alivio. Nuestro saludo inicial fue sincero, largo y pausado. No había alegría, sino más bien resignación. Jamás habríamos llegado a Ginebra si el Estado mexicano hubiese hecho las cosas de manera correcta. Si tan solo hubiese reconocido su responsabilidad internacional en relación con las violaciones a Lydia Cacho.
Si la justicia en nuestro país existiera, estas líneas no serían escritas desde Suiza.
Hemos recorrido un largo y sinuoso camino juntos, importante en la vida de la periodista y también en la de ARTICLE 19. En estos días se cierra un capítulo importante y se abre uno nuevo: el caso de Lydia ha sido presentado ante el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. El órgano más importante para revisar y determinar violaciones a los derechos civiles y políticos. Es el primer caso ante el Comité de una periodista y defensora de derechos humanos de México. Ser el primero quiere decir que tal vez estamos abriendo el camino para que otros casos de periodistas y defensores lleguen a estas instancias. Pero sin duda llegamos tarde, 80 periodistas han sido asesinados y 16 desaparecidos y el Comité todavía no se pronuncia sobre la libertad de expresión en México.
Sí, hemos llegado tarde.
Los recuerdos tenían que ser desempolvados para contárselos a la comunidad internacional de Ginebra: 16 de diciembre de 2005 y la memoria de haber sido detenida arbitrariamente, torturada y encarcelada. Nueve años han pasado. Amenazas y hostigamientos. México y Quintana Roo son contextos sumamente adversos para ejercer el periodismo. Por eso la guardia de Lydia siempre está arriba. Preparada para todo.
Un alto servidor público de la ONU me preguntó si el contexto no había mejorado para Cacho y los periodistas en México. Dejó entrever que asumía irresponsablemente la hipótesis: si ella seguía viva era porque la cosa no estaba tan mal. Y me dejó pensando que es una fortuna escuchar a Lydia. Podrán quererla, admirarla o les dará lo mismo, pero es de las pocas periodistas que después de haber sido pisoteada por el Estado, sigue con fuerza para continuar adelante, defenderse, hacer periodismo crítico y no censurar su voz. Al poder le incomodan ese tipo de voces. Pero son esas voces las que mantienen viva la idea de una mejor realidad.
Me di cuenta que vivimos en un país dónde se acumulan historias de dolor, impunidad y desesperanza. Me di cuenta que estamos muy acostumbrados a que las cosas no funcionen. Hemos entregado fácilmente nuestro Estado a un grupo de políticos entretejidos en un complejo sistema de partidos políticos.
Es irrelevante si gusta o no el periodismo de Cacho, nadie, nadie, nadie, debe vivir lo que vivió ella.
Hace siete años la conocí por primera vez. Recuerdo que leí “Demonios del Edén” antes de que me la presentaran. Rápidamente nos dimos cuenta que coincidíamos en muchas cosas, y en otras no. Pero la afinidad por el periodismo y la libertad de expresión siempre nos facilitaron la posibilidad de tener divertidos e intensos debates.
El tranvía número 15 nos llevó hasta el Palacio de las Naciones. Entramos por el pasillo de las banderas dónde todos los países son –o por lo menos aparentan ser– iguales. Parecía como si edificio sede de la ONU se hubiera detenido en los años sesenta. La arquitectura y mobiliario así lo reflejaba; era una suerte de espejo de las adversidades de la ONU para hacer frente a los nuevos problemas de la humanidad. Cuando llegamos a la sala de prensa, estaba vacía. Los periodistas al parecer no tenían prisa por saber qué estaba pasando en la organización. Una redacción abandonada. Al cabo de unos minutos llegaron colegas periodistas de agencias y medios internacionales.
El interés en el caso presentado era evidente, pero también buscaban entender un poco más qué pasa en México. Su asombro sobre las noticias en Guerrero y el Estado de México dejaban entrever su confusión. Para ellos México es un país aliado en derechos humanos en Ginebra. Un país con influencia al que todos respetan. Un país que ayudó a construir el Consejo de Derechos Humanos e impulsar el reciente tratado sobre personas con discapacidad. Ese mismo país era en el que se gestan todos esos crímenes de lesa humanidad que reporta hoy la prensa internacional. La famosa dicotomía mexicana que confunde a cualquiera. Lo que debería haber sido una conferencia de prensa corta fue toda una sesión de información sobre cómo entender la luz de México en la ONU y la oscuridad de nuestra realidad.
Caminamos lentamente para salir de la sede diplomática. Otra vez las banderas. El recuento de tantos problemas en México había diezmado el ímpetu, pero no la convicción. Eso lo notó el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Zeid Ra’ad Al Hussein, quien reconoció en Lydia una fuerza poco común para buscar justicia. En su oficina que da al lago Lemán, nos reunimos con él para discutir el contexto de los derechos humanos en México. Su preocupación era indiscutible. El personal estaba un tanto sorprendido por la reunión, ya que era la primera que sostenía el alto funcionario con alguien que no fuera una delegación oficial. Eso marcaba la relevancia del caso del Lydia y la consternación de lo que pasa en Iguala.
El Alto Comisionado escuchó con atención los alegatos que le presentamos para reconocer que hay dos caras de México. Agradeció la información y celebró el trabajo que ha hecho Lydia Cacho. Salimos del Palais Wilson y volteé a ver a Lydia mientras se ponía sus lentes y asomaba una tímida sonrisa. Habíamos tenido un buen día.
Nueve años de un largo camino. Nueve años de sobrevivir la impunidad. Nueve años después le toca a la ONU. Nueve años después, es tiempo de justicia.
Fuente: Sin Embargo