¿Cuál será el mejor nombre para la operación de EU en Siria?
Por Robert Fisk
Hace casi exactamente 30 años, desayunaba con mi casero, debajo de mi casa en la carretera de la Cornisa de Beirut. Era el 19 de septiembre de 1983, pero nada ha cambiado: ni el pequeño jardín de Mustafá, con sus flores amarillas y rojas, ni mi balcón dos pisos abajo, ni las mariposas que se posan en las flores, ni el gran Mediterráneo azul enfrente de nosotros. Escribo esto en el mismo balcón. Bebíamos el segundo o tercer café árabe, caliente y pegajoso, cuando vimos el destructor estadunidense John Rodgers cruzar frente a la costa, echando humo. Pasó cerca de nosotros; hasta podíamos ver a la tripulación en cubierta y la bandera de las barras y estrellas ondeando en la cálida brisa.
Luego partió del barco un sonido hueco, como de un globo que explota. Fue una serie de ruidos sordos, como si alguien jugara tenis bajo el mar. Como escribí después, no había nada bélico en la escena. Mustafá sacó sus binoculares y enfoqué el navío. Los lentes captaron una nube de humo, apenas un manchón cerca del cañón de proa, de cinco pulgadas. Segundos después hubo otro chasquido y entonces vi un proyectil de bronce, que refulgió al sol al saltar de cubierta y rodar del barco hacia el mar. Pop-pop. Otro cartucho de brillante color dorado saltó al agua. Esa fue la manera en que los estadunidenses entraron en guerra en Líbano.
Para nosotros, no tenía sentido. Estados Unidos disparaba a los milicianos drusos que combatían en las montañas de Chouf, con el apoyo de Siria, para destruir el (dudosamente) electo gobierno del presidente Amine Gemayel, quien según el deseo del presidente Ronald Reagan, y de Israel, debía gobernar Líbano. Washington había tomado partido en una guerra civil y ahora estaba comprometido a hacer triunfar a un grupo de libaneses sobre otro grupo de libaneses. En Estados Unidos sí tenía sentido, al menos en apariencia. Reagan había apoyado a Gemayel y ahora el honor de Reagan estaba en riesgo. No hablaré de paralelismos.
Lo que me recordó aquella escena digna de Conrad fue un artículo de mi viejo amigo Rami Khouri que me conmovió profundamente, el cual apareció la semana pasada en un periódico local del Beirut que rara vez compro. A menudo cito por nombre a mis colegas árabes, pero no lo que escriben. Pero el texto de Rami en The Daily Star es brillante.
Rami describe cómo hace unos años, poco antes de la guerra en Siria, recibió una carta de Peggy Stelpflug, madre del cabo Bill Stelpflug, infante de Marina estadunidense que fue enviado a Líbano en mayo de 1983, y apunta que Peggy y su familia gozan de credibilidad especial al cuestionar los ataques militares estadunidenses en el mundo árabe.
En el artículo cita una carta que Bill escribió a su familia desde Beirut el 7 de septiembre de 1983, hace poco más de 30 años. Estoy vivo y bien, decía el joven soldado. “Tal vez un poco sucio, cansado y perturbado por tanto estallido de proyectiles, pero hablo y camino. Nuestra ‘guerra’ ha durado tres días hasta ahora. Dos marines han perecido por cohetes y hay otros heridos. Hemos estado recibiendo cohetes y balas. Hemos devuelto los disparos con algún efecto, sobre todo de francotiradores o destruyendo puestos de cohetes con artillería. Estoy sucio y con dolor de huesos, y 100 por ciento apto. Más que preocuparme por mí, me preocupa saber que ustedes se preocupan. Creo que Beirut no es más que una base de entrenamiento realista para la Infantería de Marina. No voy a hacerla de héroe ni nada por el estilo; sólo cumpliré mi encargo en el deshuesadero del Mediterráneo. Pienso en mi casa. Los quiero mucho.”
Al día siguiente de que se escribió esa carta, el navío estadunidense Bowen –primo cercano del John Rodgers que disparaba frente a mi casa en la Cornisa– abrió fuego sobre el mismo objetivo: las fuerzas respaldadas por Siria en Chouf. Y el 23 de octubre de ese año, un islamita se lanzó en un camión bomba hacia el cuartel de la Infantería de Marina estadunidense junto al aeropuerto. Aún recuerdo cómo cambió la presión del aire dentro de mi habitación cuando estalló esa bomba. Mató a 241 militares estadunidenses. Y vi con mis propios ojos los cuerpos de muchos infantes muertos, tirados junto a los escombros de su cuartel.
Seis días después, un oficial visitó a la familia Stelpflug en Auburn, Alabama, para decir a Peggy y su marido que su hijo Bill estaba entre los muertos.
Rami relata sus conversaciones con Peggy y cómo lo iluminaron las nobles reacciones de la familia. Comparte sus sentimientos de que la vida, servicio y muerte de Bill podrían enriquecer nuestro deseo común de aprender unos de otros en la causa de promover nuestra humanidad compartida, y acaso las lecciones de su vida y muerte iluminen a otros.
El penúltimo párrafo de Rami merece ser leído en su totalidad: “Es apropiado que hoy –30 años después de que barcos estadunidenses bombardearon las montañas de Líbano– todos estemos bien seguros de que, antes que hombres y mujeres estadunidenses sean enviados una vez más a atacar objetivos árabes, se consulte a ciudadanos como la familia Stelpflug sobre una decisión tan importante. Aquellos que en las encuestas de opinión expresan escepticismo merecen una respuesta clara. Al igual que el pueblo sirio. Al igual que el mundo.”
Contra un periodismo de ese nivel, debo guardar silencio. Lo dice todo.
Si –y repito si porque aún no estoy seguro de que Barack Obama de veras vaya a la guerra en Siria sólo para respaldar sus palabras– se va a poner nombre a esta ridícula aventura, ¿cuál será? Churchill solía advertir a sus muchachos que jamás debían dar un nombre tonto a una operación militar, porque las viudas no querrían oír que sus maridos murieron en una batalla ridícula. Supongo, entonces, que el nombre operacional más honesto –Operación Tundir de Nuevo a los Árabes– está descartado. También Operación Porrazo a Bashar. En consonancia con la racha evangélica de Obama, probablemente Operación Castigo es demasiado reveladora, pero sospecho que Operación Empeño Punitivo podría dar resultado. A la mayoría de las personas les dará flojera buscar punitivo en el diccionario, y empeño da a entender un gran esfuerzo, una lucha enorme arraigada en una profunda moralidad (que es de lo que supuestamente trata la retórica de Obama).
Y entonces –una vez más, si Washington ataca– debemos tener un buen rosario de excusas por los hospitales/autobuses/blancos civiles que destruiremos. Sin duda los corresponsales de guerra recurrirán a los daños colaterales, pero la frase se está desgastando. Si un misil crucero le da al techo de la mezquita de Omeya en Damasco, recordaré las mentiras que usamos cuando un avión disparó misiles a un atestado mercado de Bagdad durante una tormenta de arena, en 2003. No era un misil: era un cohete antiaéreo iraquí mal disparado que estalló cerca de la gente.
Lo mismo se dijo en Libia en 1985, cuando armas estadunidenses destruyeron vidas de civiles en Trípoli: fue un misil antiaéreo libio el que las mató. De inmediato se demostró la falsedad, al igual que en la mentira sobre el cohete iraquí. Aun así, esperemos el cohete antiaéreo sirio que matará a su propia gente. Es un viejo cuento. Igual que tundir a los árabes.
© The Independent/ Traducción: Jorge Anaya