Por José Luis Pardo y Alejandra S. Inzunza
Entrar en el penal de Guachochi, situado en la sierra de Chihuahua, una de las regiones de mayor producción de marihuana y heroína al norte de México, es un ejercicio de desmentidos: las cárceles mexicanas son en su mayoría espacios corruptos y hacinados que se rigen por el autogobierno de los presos; pero entre estos muros hay camas vacías, no se consumen drogas, tampoco hay sobornos, y la mitad de los reos han caminado durante horas desde sus comunidades para entregarse.
Los 253 internos del CERESO (Centro de Reinserción Social) de Guachochi son indígenas, la mayoría rarámuris (o tarahumaras), también pimas, tepehuanes y guarijíos, las otras tres etnias de este estado, frontera con Estados Unidos.
A la hora de la comida guardan una fila ordenada en el patio central del penal, una cancha polideportiva donde juegan al voleibol y al baloncesto. Visten un uniforme gris, que un puñado de ellos complementa con un chubasquero azul a pesar del calor. “Algunos han cometido delitos federales y en los informes se les cataloga como peligrosos. Luego los conoces de verdad y son muy tranquilos”, asegura César Payán, el criminalista del penal. Varios presos bajan la cabeza y sonríen nerviosos.
Desde la apertura del penal en enero de 2015, recuerda el director, Juan Martín González, se pueden contar con los dedos de una mano las veces que han utilizado los dos cuartos destinados a las visitas conyugales.
‘A algunos se les cataloga como peligrosos…. luego los conoces de verdad y son muy tranquilos’.
Mientras se pasea por la cocina, el taller artesanal, el establo, la panadería y la biblioteca, el director se muestra orgulloso de que en su penal no hay rastro de la jerarquía caótica que rige otras cárceles: hombres fumando crack, colchones tirados en los últimos pisos, celdas unipersonales al lado de otras donde duermen los vampiros — cuelgan una sábana entre la litera de abajo y el suelo para dormir —.
El informe de este año de la Comisión Nacional de Derechos Humanos sobre el sistema penitenciario revela, entre otras cosas, que más de la mitad de las cárceles estatales están bajo el dominio de los presos en complicidad con las autoridades, que se cometieron 52 homicidios en el 2015 y que los custodios no tienen la capacidad suficiente para sofocar los motines.
El último se produjo el pasado febrero, en el penal de Topo Chicho, Monterrey, uno de los centros financieros del país. La disputa entre dos cabecillas del Cártel de los Zetas acabó con la muerte de 49 personas. Las autoridades admitieron durante la investigación que en el interior habían encontrado baños con sauna, pantallas planas de televisión, kilos de marihuana, altares dedicados a la Santa Muerte, camas king size, un acuario y hasta un bar. De los 900 carceleros de este penal, 300 no habían pasado los exámenes de confianza.
‘Al sentir las balas en mi cuerpo… me volteé y le disparé con mi rifle en la frente’.
Rosendo Arazola, un preso de 29 años, cumple condena por homicidio y ha pasado antes por los penales de Chihuahua y Ciudad Cuauhtémoc. Dice que en Guachochi, donde no ha habido un solo caso de suicidio o abuso sexual, vive tranquilo. “Aquí no hay ranflas”, comenta en referencia a los grupos criminales del narco que dominan las cárceles. Rosendo espera a que esté listo el pan que ha horneado esta mañana para los demás reclusos. Este hombre, de origen tepehuán, afirma que en otros penales los indígenas son discriminados y esclavizados por los demás presos.
En la cárcel el que tiene dinero compra, porque todo cuesta, el que no, trabaja para tener dinero. Es otra regla que se rompe en Guachochi, donde algunos oficiales penitenciarios que han aceptado sobornos en otros penales son enviados aquí como castigo, ya que no hay como corromperse. Los presos duermen repartidos en las dos plantas en celdas de diez literas. Aunque quisieran comprar lujos y voluntades, tampoco podrían. Todos son pobres.
Dos presos de penal practican la lucha rarámuri, un deporte ancestral en la Sierra Tarahumara. (Imagen por Felipe Luna/VICE News).
PRESO 1: “Estaba en casa de un compadre festejando. Costumbre nuestra de darle a Dios comida. Matamos un chivito. La gente estaba bailando y tomando. Se hizo noche y entramos a tomar tesgüino (bebida alcohólica de maíz fermentado típica de los rarámuris). A las cuatro de la mañana llegó mi primo con una pistola calibre 22. Tenía yo mi rifle entre las piernas. Se dirigió donde yo estaba sentado. Yo borrachón me quedé viéndole. Me puso el cañón de la pistola en el hombro derecho. No me decía nada. Al sentir las balas en mi cuerpo… la desesperación, me volteé y le disparé con mi rifle en la frente. Mi primo cayó a la lumbre. Me levanté y lo agarré para que no se quemara. Le dije a otro primo que avisara al comisario. De ahí fui a la casa de mi hermana y le dije que había matado a mi primo. Le dije a mi jefa que había matado a su sobrino. Ahí era la de él o la mía. Hacía cosas fuera de orden. Alguien le metió candil para que hiciera eso”.
PRESO 2 : “Estoy por posesión de drogas. No traía nada pero nos las pusieron. Eran las 4 de la tarde. Veníamos seis personas de un rancho de trabajar y en el crucero de El Pinito nos bajaron los municipales. Nos llevaron a un rancho y después a la bartolina (calabozo). A las 10 de la noche los estatales nos llevaron a una comandancia . Ahí tenían toda preparada en la mesita. 9 kilos de marihuana. Llevo dos años pero no tengo sentencia. El papel que me dieron decía que la mínima son ocho años”.
PRESO 3: “Andábamos tomados. Bajo las sustancias del alcohol y las drogas. Muchas veces pierdes el conocimiento. El chavo me empezó a buscar pleito. Yo estaba armado. Me dio unos golpes y unos balazos. Soy rarámuri de la baja, de un rancho del municipio de Urique. Era un 12 de diciembre. Llegamos a casa del señor y lo saludé. Él tenía como 29 años y yo 18. De repente se le hizo fácil. Me dieron tres balazos. A mí me agarraron en el hospital cuando caí herido. Le dije al defensor que era defensa propia pero me dijo ‘mataste a uno y lesionaste a dos’. Me quería dar 14 años. Pues deme los siete, de todos modos estoy de acuerdo en que tengo que pagar”.
A la izquierda Leonila Ramos, funcionaria de origen indígena del penal; y a la derecha un preso rarámuri que cumple condena en Guachochi. (Imagen por Felipe Luna/VICE News).
Los tres presos que hablan en anonimato por exigencia de los responsables del penal, cumplen condena en Guachochi, esta cárcel al revés, donde la mayoría de los reclusos están acusados por homicidio, violación y lesiones.
“En muchas ocasiones los cometieron bajo los efectos del alcohol”, explica su director Juan Martín González, que además sostiene que la violencia en la sierra producto de la guerra entre cárteles, ha violentado mucho las comunidades que se rigen por usos y costumbres.
En los últimos años los indígenas de la Sierra Tarahumara han visto cómo los plantíos de amapola han llegado hasta sus terrenos y en muchas ocasiones se han visto obligados a trabajar para los cárteles o huir para salvar la vida.
A nivel nacional un 52% de los penales sufren de sobrepoblación y el delito más frecuente es el robo. De acuerdo con un informe del Centro de Investigación y Docencia Económica (CIDE), tres de cada cinco presos cumplen sentencia por robar menos de 11.000 pesos (unos 595 dólares) y una cuarta parte, por menos de 2.000 (108 dólares).
‘Estoy por posesión de drogas. No traía nada pero nos las pusieron… 9 kilos de marihuana’.
Las denuncias contra el sistema penitenciario mexicano aumentan cada año. El mismo documento reporta que en la mayoría de los centros penales los presos no tienen suficiente agua para beber, no reciben atención médica cuando se enferman, reciben comida de muy mala calidad, sufren cobros indebidos, se sienten inseguros y los custodios meten droga. Sin embargo, en Guachochi, la única cárcel de baja peligrosidad en Chihuahua, no ha habido ninguna queja de este tipo.
Después de la comida, soja con carne en adobo, los internos continúan con los preparativos para la Semana Santa, la fiesta más importante del año para los indígenas de Chihuahua. Hoy una asociación les ha regalado guitarras y violines para que puedan tocar su música tradicional. Los indígenas conmemoran la muerte y resurrección de Cristo a la vez que mantienen viva su creencia en que las fiestas sirven para sanar y restablecer el orden en el mundo.
‘Hablé hace poco con mi mamá y me dijo que cuando salga puedo volver’.
En muchas comunidades, presas del miedo por las represalias del crimen organizado, ya no se festeja entre la comunidad. En el penal, celebrarán en los próximos días. Para los presos es una oportunidad de restablecer unos vínculos que rompieron en el momento de cometer el crimen.
En las comunidades de la sierra, los indígenas funcionan según su ley para delitos menores pero cuando se cometen homicidios o violaciones, los líderes instan a las personas que han delinquido a presentarse ante las autoridades civiles. Por eso, en este centro los responsables calculan que el 50% de los internos se han entregado.
El programa de readaptación social parece funcionar hasta la fecha. Solo un 2% de los reclusos ha reincidido. A pesar de lo que han vivido, todos quieren regresar a su comunidad.
El programa de readaptación social de esta cárcel parece estar dando bueno resultados. (Imagen por Nadia del Pozo/VICE News).
El preso 1 dice que, sin embargo, todavía hay gente que quiere vengarse de él. Cuando salga piensa buscar otro rancho en la sierra para rehacer su vida. Quiere encontrar una mujer y casarse. El preso 2 todavía espera saber cuánto tiempo cumplirá en prisión. Hasta ahora no le han dado una sola audiencia y desconoce su situación. El preso 3 sí podrá regresar a su hogar. “Hablé hace poco con mi mamá y me dijo que cuando salga puedo volver. A toda esa familia la han matado”.
Fuente: VICE