Sicarios al proceso de paz

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Por Lydia Cacho

Hace años, gracias a la experta Rafaela Herrera, atestigüé la implementación de la Justicia Restaurativa en la prisión de San Francisco. Un equipo multidisciplinario de trabajadoras sociales, psicólogos sociales, criminólogas, abogadas y sacerdotes crearon un programa que consiste en integrar a presos ya sentenciados por diversos delitos, a un programa terapéutico para que logren reconstruir su historia de vida y percatarse de cómo llegaron a convertiste, por ejemplo, en sicarios, asesinos, violadores o secuestradores. Los resultados son impresionantes.

Confieso que llegué un tanto escéptica, pero conforme pasaban los cinco días de la demostración y tras escuchar los diálogos de la madre de una chica secuestrada y asesinada con el victimario que ultimó su vida, comprendí lo que significan en realidad los verdaderos procesos de paz. Allí no había perdón artificioso, muchos menos simplificaciones o reduccionismo de lo complejo que es, y puede llegar a ser, lograr que un ser humano que ha hecho de la violencia una herramienta para infligir sufrimiento y del asesinato una forma de manutención, logre percatarse de cómo llegó hasta allí. Además, claro está, lo importante no sólo es que se arrepienta, sino que además comprenda lo que sus decisiones y acciones significaron para sus víctimas, las familias y la comunidad. Sólo entonces puede pedir perdón.

Hace unos días los medios cubrieron, con cierto desinterés, un hecho que puede cambiar la vida de la sociedad hondureña, y por tanto, reconstruir el discurso de violencia de América Central y México. Esta región cada vez más beligerante en la que el sicariato y las bandas criminales se han transformado de tal forma, que han fomentado una suerte de educación para la violencia. Los cárteles de las drogas y los traficantes internacionales de armas y de personas han tomado esta una gran oportunidad para inyectar dinero en estos grupos sociales antes marginales, creando así ejércitos juveniles de hombres (y cada vez más mujeres), desechables.

Ante los medios, Monseñor Rómulo Emiliani, obispo de Honduras, acompañó a líderes de la Mara 18 (M18) y la Mara Salvatrucha (MS-13), quienes desde la prisión en San Pedro Sula explicaron que están arrepentidos de haber infligido tanto sufrimiento a la sociedad hondureña. Además pidieron al gobierno de su país, considerado el más violento del mundo por el número de homicidios y feminicidios (85.5 por cada 100 mil habitantes), llevar a cabo un pacto para la reinserción social de jóvenes que pertenecen a esas pandillas. De la mano de Emiliani en este complejo trabajo con los miembros de las maras, está Adam Blackwell, Secretario de Seguridad Multidimensional de la Organización de Estados Americanos, OEA, comprometido a brindar seguimiento al proceso de paz.

No es la primera vez que esto sucede, ya en el Salvador a principios del 2012, atestiguamos el trabajo de Justicia Restaurativa gracias al cual las maras de ese país lograron llegar a un acuerdo de paz que han mantenido hasta la fecha. Los asesinatos decrecieron una tercera parte en un año; está planamente demostrado. Está claro que tanto el proceso de pacificación de El Salvador, como el de Honduras no son hechos estáticos, como los desconfiados han dicho, sino justamente son procesos vitales comunitarios, que buscan restaurar la paz a través de un modelo diferente de intervención de la justicia.

No hay nada milagroso en que bandas de hombres conocidos por actuar con una violencia despiadada, logren hacer una catarsis que les permita entender qué sucedió en su infancia, en su entorno familiar; cómo les impactó la pobreza, la violencia intrafamiliar, la falta de educación y formación de valores y cómo tomaron sus decisiones. Cómo, en lugar de nutrirse y alimentarse con afectos y cultura, crecieron rumiando hambre odio y resentimiento social. Cómo los valores de masculinidad tradicional les enseñaron que mientras más rudo más valiente y mientras más valiente más poderoso. Estos procesos de paz logran demostrar que la cultura de la violencia se construye estructuralmente pero se juzga individualmente.

Este modelo de justicia restaurativa es diferente al norteamericano, pero igualmente importante, como parte de esta nueva corriente de procesos de paz a través de la educación y del replanteamiento de paradigmas culturales, que reconocen no sólo la pobreza, sino las desigualdades y la masculinidad pro-guerrera como modelo que valida y fortalece esas inequidades, y que se potencia a través de la violencia social. Funciona porque es un modelo interdisciplinario que bien podríamos implementar en México.

Me parece emocionante la reacción del Consejo Hondureño de la Empresa Privada, Cohep, se haya sumado al proceso, ofreciendo empleos a quienes salgan de estos grupos criminales. Lo mismo las propuestas, hasta ahora aisladas, para dar capacitación laboral a quienes están por salir de prisión y a quienes no han sido apresados pero pertenecen a las maras.

Aquí, a los incrédulos, es importante recordarles que las maras funcionan como toda estructura patriarcal vertical, donde la obediencia a los líderes se vincula la sentido de pertenencia al clan. Por eso funcionó el proyecto de El Salvador, y el de Honduras augura seguir los mismos pasos. Las cifras no mienten. Lo más complejo será asegurar el compromiso del gobierno para abatir las semillas de estos fenómenos criminales: la violencia intrafamiliar y de género y la pobreza (con todas su repercusiones como el no acceso a la educación, no acceso a la salud, a los alimentos y el agua, etcétera).

Para comenzar un proceso de paz similar a estos en México, con los crecientes grupos armados y bandas de sicarios jóvenes, se necesita admitir que la guerra no causa sino más violencia, que el modelo de justicia actual responde a una visión de escarmiento y castigo, incluso de venganza y tortura, como parte de la condena nutrida siempre por el desprecio y odio individual y colectivo.

Habría pues que activar los mecanismos necesarios para que el trabajo que ya hacen cientos de organizaciones en el país, se sume al de la nueva a Comisión Nacional para la Cultura de la Paz y la no Violencia. Crear un modelo de justicia restaurativa que tenga verdaderos efectos directos en todo el país, como parte de un proyecto de educación para la paz con perspectiva de género. Sin olvidar que las dos condiciones para que exista la paz son la equidad y la justicia social, no sólo la jurídica.

@lydiacachosi

Fuente: Sin Embargo

 

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