Por Robert Fisk
Cualquier otro líder de Medio Oriente que sobreviviera ocho años en coma habría sido tema favorito de todos los cartonistas del mundo. Hafez Assad habría aparecido en su lecho de muerte, ordenando a su hijo cometer masacres; Jomeini habría sido dibujado exigiendo más ejecuciones mientras su vida se prolongaba hasta el infinito. Pero en torno a Ariel Sharon –el carnicero de Sabra y Chatila para casi todo palestino– se ha tendido un silencio casi sagrado.
Maldecido en vida como asesino por muchos soldados israelíes, así como por el mundo árabe –que ha sido bastante eficaz en masacrar a su propio pueblo en años recientes–, Sharon fue respetado en sus ocho años de muerte virtual: ningún cartón sacrílego dañó su reputación, y sin duda recibirá el funeral de héroe y pacifista.
Así recomponemos la historia. Con qué rapidez los sicofantes periodistas de Washington retocaron la imagen de este hombre brutal. Luego de enviar a la milicia libanesa consentida de su ejército a los campos de refugiados de Sabra y Chatila, en 1982, donde fueron masacrados hasta mil 700 palestinos, una pesquisa realizada por el propio Israel anunció que Sharon tenía responsabilidad personal por ese baño de sangre.
Fue él quien condujo la catastrófica invasión israelí de Líbano tres meses antes, contando a su primer ministro la mentira de que sus fuerzas sólo avanzarían unos kilómetros más allá de la frontera, y luego puso sitio a Beirut, al costo de unas 17 mil vidas. Pero al reascender con lentitud en la peligrosa escalera política israelí, resurgió como primer ministro, retirando los asentamientos judíos de la franja de Gaza y por tanto, en palabras de su vocero, poniendo en formaldehido cualquier esperanza de un Estado palestino.
Para el tiempo de su muerte política y mental, en 2006, Sharon –con ayuda de los crímenes de lesa humanidad de 2001 en Estados Unidos y su exitosa pero mendaz afirmación de que Arafat había respaldado a Bin Laden– se había convertido nada menos que en pacifista, mientras Arafat, quien hizo más concesiones a las demandas israelíes que cualquier otro dirigente palestino, era retratado como superterrorista.
El mundo olvidó que Sharon se opuso al tratado de paz de 1979 con Egipto, votó contra una retirada del sur de Líbano en 1985, se opuso a la participación israelí en la conferencia de paz de 1991 en Madrid y al voto del pleno de la Knesset a favor de los acuerdos de Oslo de 1993, se abstuvo en una votación por la paz con Jordania en año siguiente y votó contra el acuerdo de Hebrón en 1997. También condenó el método de retiro de Israel de Líbano en 2000 y para 2002 había construido 34 nuevas colonias judías ilegales en tierra árabe.
¡Vaya un pacifista! Cuando un piloto israelí bombardeó un conjunto de departamentos en Gaza, matando a ocho niños junto con el mando de Hamas que era su objetivo, Sharon describió la operación como un gran éxito, y los estadunidenses callaron, porque él se las ingenió para imbuir en sus aliados occidentales la extraña noción de que el conflicto palestino-israelí era parte de la monstruosa batalla de George W. Bush contra el terror mundial, de que Arafat era un Bin Laden y que la última guerra colonial del planeta era parte del enfrentamiento cósmico del extremismo religioso.
La pasmosa –en otras circunstancias, hilarante– respuesta política a la conducta de Sharon fue la afirmación de Bush de que el israelí era un hombre de paz. Cuando llegó a primer ministro, los perfiles en los medios no destacaban la crueldad de Sharon, sino su pragmatismo, evocando una y otra vez que era conocido como El Buldózer.
Y, desde luego, años después de la muerte de Sharon entrarán buldózeres de verdad a limpiar terreno árabe para más colonias judías, y así asegurarán que nunca de los nuncas habrá un Estado palestino.
© The Independent/ Traducción: Jorge Anaya