Se va Calderón

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Por Adolfo Sánchez Rebolledo

Llegamos al final del sexenio de Felipe Calderón, que estuvo marcado por la crisis de 2006, cuya naturaleza, alcances y soluciones aún sigue siendo uno de los secretos del presente mexicano. La necesidad de asegurar la gobernabilidad a cualquier precio desató procesos que luego adquirieron vida propia, como la guerra contra el narcotráfico, que se convirtió en un monstruo de mil cabezas, capaz de mostrar hasta qué punto la sociedad mexicana, las instituciones de la República y las élites dirigentes habían perdido el rumbo. México se miró con azoro en el espejo de la barbarie criminal, en la cotidianeidad de una violencia de indescriptible crueldad convertida en código, en expresión de la caída de todo principio moral o racional como sustento de la convivencia: la delincuencia organizada como metáfora trágica de los valores que rigen la competencia en el mercado y el omnipresente afán de lucro premiado en todas las demás esferas de la vida ciudadana.

El recurso de poner en tensión las fuerzas del Estado para arrinconar la acción de las bandas fue adoptado sin un diagnóstico serio y flexible en el contexto de la corrupción y la impunidad que carcome la justicia y otros ámbitos institucionales. El gobierno adujo que no tenía opción. O combatir con las armas disponibles a la delincuencia organizada o entregar el Estado a las bandas. ¿No era el solo enunciado del problema la prueba de hasta qué punto las instituciones estaban inmersas en una crisis tan profunda como difícil de soslayar con remedios puntuales, así fueran la movilización militar o la aplicación de tecnologías de última generación?

El gobierno y buena parte de sus aliados en la sociedad civil prefirieron ignorar la realidad sin asumir que en la crisis política, la legitimidad del poder (o su ilegitimidad) podía ser compatible con el fortalecimiento de los grandes negocios que detenta una minoría cada vez más reducida en la pirámide social. La lucha contra el narcotráfico no redujo la violencia ni hizo disminuir el delito pero le dio al gobierno calderonista una razón de ser.

La razón de ser no puede aducirse ante la carga de las decenas de miles de muertos que ahí están, aunque la memoria oficial los ignore. Es una losa moral que algún día pasará factura a los grupos que han preferido convivir con la tragedia sin nombrarla, aparentando una normalidad inexistente, oculta bajo la hipocresía del llamado a la modernidad y a las buenas costumbres democráticas.

Ahora, cuando faltan horas para el gran ritual presidencialista de la entrega de la banda tricolor, la propaganda oficial remacha los grandes éxitos obtenidos en rubros importantes como carreteras, salud y otros temas, pero aun así surgen dudas en cuanto a cómo se juzgará a la administración saliente una vez que los nuevos se instalen en los espacios palaciegos. Calderón se va sin entender qué es lo que estaba –y está– en juego. La propuesta de cambiarle el nombre al país y la iniciativa para instaurar la segunda vuelta (bajo una fórmula semiautoritaria) dan cuenta de la frivolidad que incluso a última hora distingue al panismo.

Es la falta absoluta de proyecto la que marca sus años de alternancia. Pretender que el balance de un gobierno se mida exclusivamente por la dimensión de algunas obras públicas hace olvidar que México es un país de más de 100 millones de habitantes, con una economía poderosa y atractiva (y apetecible) en el mundo global. Tiene recursos naturales extraordinarios y condiciones geopolíticas únicas para pensar en grande, de modo que las inercias de la actividad económica de por sí arrojan cifras que en otros países resultan inimaginables, pero México tiene un talón de Aquiles: la desigualdad, la terrible polarización que perpetúa la injusticia, la irritación, la desesperanza.

Según los datos más optimistas de la Cepal, la pobreza afecta a 35 de cada 100 personas y disminuye más lentamente que en otros países de Latinoamérica. Como quiera, es evidente que años y años de políticas compensatorias han fracasado en la tarea de romper con el círculo vicioso de la pobreza fortaleciendo el empleo como un derecho universal. Lo más grave es que no hay nuevas ideas, un verdadero proyecto de cambio y desarrollo que permita dejar atrás la ruta del estancamiento. La promesa de hacer reformas sin un replanteamiento en serio de los objetivos nacionales llevará, sin duda, a reforzar la integración a la economía trasnacional, pero difícilmente dará cumplimiento a las aspiraciones de la mayoría.

Como hemos visto durante décadas, la estrategia de modernizar el país a partir de mejorar la situación de unas hipotéticas clases medias creadas a modo para darle vida al catecismo económico fracasa no sólo en el terreno de la satisfacción de las necesidades inmediatas sino también, y sobre todo, en el terreno de la cohesión social. La crisis del sistema, como decía nuestro viejo lugar común, no se circunscribe a los cuellos de botella estructurales, sino que recorre de arriba abajo las relaciones sociales, la vida en común, aunque México ya no es el mismo que en 1988 o en 2006. También se tambalea la idea otra vez en boga (gracias al peñanietismo) de vender la modernización como un paraíso al alcance de la mano a partir de la masiva manipulación de los medios como alternativa al voluntarismo parroquial de Felipe Calderón.

El debate nacional es imprescindible dentro y fuera del Congreso, en los medios y en la sociedad, pero hay que pasar del regodeo en los sujetos al examen de las ideas, a la confrontación de las opciones programáticas que, en definitiva, distinguen entre sí a las distintas corrientes políticas. Hemos estado demasiado tiempo ensimismados en las formas de la lucha política descuidando los contenidos, las definiciones que no emanan espontáneamente de los liderazgos. Necesitamos, es verdad, una nueva ética para un nueva política, capaz de poner en pie los cimientos de un ciclo histórico de desarrollo. Y tenemos que hacerlo por medios pacíficos antes de que la lógica de la violencia consuma también la voluntad democrática, la fidelidad a la nación.

Mientras, una encuesta arruina el momento del adiós. Se va el PAN y en México se lee menos. En 2006, según datos publicados en este diario, 56 por ciento de los mexicanos decía que leía libros; en 2012 es de 46 por ciento. Al buen lector pocas palabras.

Fuente: La Jornada

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