Por Ilán Semo
En 1935, Edmund Husserl pronunció sus dos famosas conferencias en la Sociedad Cultural de Viena acercad del estado de la crisis europea de aquel entonces. Crisis que desembocaría en el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Ambas quedaron recogidas en la última obra del pensador judío austríaco bajo el título ya célebre de La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental. Imbuido todavía por la amarga memoria de la Primera Guerra Mundial, Husserl veía al viejo continente despeñándose por el vértigo de una nueva catástrofe. Y en un ejercicio de crítica prácticamente existencial se preguntaba:
Si la historia no tiene otra cosa que enseñarnos que todas las formas del mundo espiritual, todas las condiciones de vida, los ideales, las normas sobre las que descansa la existencia del hombre, se forman y disuelven como las olas pasajeras, que siempre fue y ha sido así, que una y otra vez la razón se transforma en un sinsentido y el bienestar en la miseria, ¿cómo podemos entonces vivir en este mundo. donde el acontecer histórico no es más que una concatenación infinita de progreso ilusorio y amargo desasosiego?
El desplegado que publicaron hace poco (Europa o el caos, El País,21/1/13) un puñado de significativos intelectuales (Julia Kristeva, Umberto Eco, Antonio Lobo Antunes, Claudio Magris y Peter Schneider, entre otros) preocupados por el proceso de implosión y desgaste en el que ha entrado la unificación europea, comienza evocando el espíritu de las conferencias de Viena de Husserl con una dramática sentencia:
“Europa no está en crisis, está muriéndose. No Europa como territorio, naturalmente, sino Europa como idea…”
La idea de una Europa convencida de que podía edificar un orden que conjugara la prosperidad y la productividad con las condiciones de la vida democrática estaría deshaciéndose, en primer lugar, frente a una moneda única que no ha hecho más que balcanizar la utopía de una nueva e inédita forma política, la Comunidad de naciones. Pero sobre todo estaría sucumbiendo, según las palabras del mismo desplegado, en la indiferencia frente al renacimiento de una derecha irracional que ha estigmatizado a los países que hoy atraviesan por crisis mayúsculas, como son los del grupo de PIIGS (Portugal, Irlanda, Italia, Grecia, España). Las siglas (cerdos en inglés), que se han vuelto convencionales en la opinión pública, lo dicen ya todo.
El sueño de Maastricht de 1991, que finalmente consistía en edificar una sociedad que se apartase por igual tanto del desgarrador modelo estadunidense como del pasado inadmisible de las sociedades controladas por el Estado, estaría viniéndose abajo, no sólo por la voracidad de un sistema bancario que ha escapado al escrutinio de todas las instituciones reguladoras europeas, sino por el racismo creciente que ha encontrado en la inmigración reciente de África, América Latina y el mundo musulmán al chivo expiatorio de una crisis cuyos orígenes están en los mecanismos centrales del sistema mismo. Por el chovinismo de la Liga del Norte de Italia o de las fuerzas que siguen a LePen en Francia, y que han convertido a los dilemas de la unificación en el pasto de cultivo de un nuevo hipernacionalismo.
Pero si el diagnóstico de la crítica situación europea parece del todo agudo y preciso, las soluciones que propone esta franja del pensamiento europeo se antojan más bien como una opción defensiva, casi regresiva se podría decir.
“Europa –se dice– se viene abajo por culpa de esta interminable crisis del euro… ¿No existe una ley de hierro que dice que para que haya una moneda única tienen que haber un mínimo presupuesto, reglas contables, principios de inversión, es decir, políticas compartidas?… El teorema es implacable. Sin Federación, no hay moneda que se sostenga…Ya no queda otra opción: la unión política o la muerte.”
Más allá del dramatismo, por cierto totalmente documentado por la realidad misma, la pregunta sería ¿de qué se habla cuando se habla de unión política? Todos los intentos de unificación europea a lo largo de los siglos XIX y el XX fracasaron precisamente en el intento de una de sus grandes potencias tratando de unificar al universo europeo. La novedad actual es esa nueva forma llamada comunidad. Una forma inconcebible, si se le anida en la inconcebible ilusión de que el mercado puede proporcionar las identidades que precisamente el mercado quita. Tal vez no es la idea de Europa en general la que está feneciendo. Está muriendo la idea de una Europa en manos del fetichismo de una moneda y el control de la tecnocracia bancaria. Lejos de evocar las formas del pasado (la Federación), tendría acaso que percatarse de que no existen las reglas ni la experiencia para llevar a buen puerto el extraordinario experimento social que tiene en sus manos.
Fuente: La Jornada